«¿Cómo le dices tú a un adolescente «todo va a estar bien»? ¿Cómo hablarle de un futuro del que ni tú mismo estás seguro?». Esta pregunta se ha hecho especialmente pertinente estos últimos dos años, pero a Brenda Navarro (México, 1982) le rondaba la cabeza allá por el verano de 2019, cuando empezó a crecerle dentro Ceniza en la boca (Sexto Piso), su segunda novela. Un migrante de 17 años, Diego, se suicida tirándose al vacío desde la quinta planta de un bloque de pisos del extrarradio madrileño.
Pero es su hermana, unos años mayor, la que agarra al lector por las solapas con un relato en primera persona, una conversación sin interlocutor ni tregua sobre su infancia en México y su juventud en España, sobre la pertenencia, la soledad; sobre las mujeres que cuidan a nuestros ancianos, limpian nuestras casas y las clases medias biempensantes, sobre un sistema que nos facilita convertir a los demás en «el otro» para no tratarles como seres humanos.
Mujerhoy. De su primer libro, Casas vacías, decía que no sentía que fuera una novela reconfortante. Este segundo tampoco lo es...
BRENDA NAVARRO. A mí me encantaría ser como Nick Hornby, que le va muy bien y escribe con ternura una literatura muy suave... En Twitter soy muy simpática, pero solo me da para 240 caracteres. Yo no quisiera meter mi juicio de valor en la novela, pero lo que hace Diego es lo que nos preguntamos muchos en ciertos momentos. ¿Qué vida merece ser vivida? ¿De qué manera le decimos a alguien quédate en este mundo que te parece tan atroz?
Ceniza en la boca reta la capacidad de encajar críticas del lector blanco, con educación universitaria, trabajo de oficina, urbanita, clase media. ¿Fue algo buscado o más una consecuencia de lo que quería contar?
Creo que es una consecuencia. Tú lees esta novela y está pasando en Madrid y en Barcelona, pero también ocurre en México: la construcción del otro como algo que no es de tu comunidad. Y me incluyo: quizá a mí en México tampoco me importarían los migrantes. Cuando uno deja de estar en un lugar que le es cómodo es cuando empieza a notar estas cosas que en la cotidianidad no es tan fácil identificar.
Adentrarse en una historia en la que ni las madres ni las familias son refugio ni apoyo es una de las cosas que más incomodan.
Yo estoy totalmente en contra de la familia como podrás intuir [Risas]... De la familia en el sentido tradicional, pero sobre todo en la carga que sufrimos las mujeres con tener que ser cuidadoras. Cuando desmitifiquemos esto de las familias tradicionales vamos a poder entender que en las amistades, en estas familias que generas a lo largo del tiempo, es donde está el verdadero confort. Hay que dejar de sostener un modelo de familia que no hace bien ni a los hombres, ni a las mujeres ni, desde luego, a la infancia.
Son mujeres como la protagonista, o su madre, las que se encargan de los dependientes, los niños, los ancianos, un trabajo que nadie quiere hacer, pero que es necesario.
Te venden que cuidas por amor, pero aquí y en México la mayoría de las mujeres lo hacen porque les van a pagar y así sostienen a su familia. En el momento en el que dejemos de creer que los cuidados son amor nos daremos cuenta de que vivimos en un sistema económico que les ha puesto precio. Muchas familias no se los pueden permitir, van a un mercado informal y generan situaciones laborales desiguales e injustas para otras mujeres. Hay que dejar de decirnos entre nosotras, las de 30 y 40, eso de «nos iremos a una comuna de viejitas».
No es cierto, tenemos que pensar cómo lo vamos a hacer y qué vamos a reclamar. Estamos en un buen momento para exigirle al Estado español que deje de hacerse el tonto, porque mantiene a muchas mujeres sin papeles en condiciones terribles y está condenando a una generación que no podrá permitirse residencias ni tener hijos.
En Casas Vacías y en Ceniza en la boca hay un estilo común, esa búsqueda de una expresión oral y auténtica.
Si escribo así otra novela me van a decir: «Chica, ¡invéntate algo!». El libro que más me ha impactado es un estudio etnográfico de una familia pobre mexicana, Los hijos de Sánchez, escrito en 1950. Lo leí con 10 años. Eran testimonios contados de una forma tan sencilla que hasta una niña lo pudo leer.
¿Echa de menos que la literatura contemporánea considere a las personas pobres como sujetos protagonistas, tridimensionales, más allá del arquetipo o la anécdota?
Crecí con una literatura contemporánea en la que no me sentía representada completamente. Aunque mi experiencia es corta, en los círculos culturales no me he encontrado una persona que tenga una verdadera condición de clase obrera. Está bien que podamos leer este tipo de historias porque no dejan que estas personas puedan escribir. He escuchado a editores decir: «Es que no saben contar». ¿Y tú qué sabes, si no los ves de igual a igual?
En su manera de hacer literatura, ¿se siente parte de alguna generación?
Sí. Somos escritores en transición. No estamos inventando el hilo negro, recogemos ideas que hay en el aire. La literatura no cambiará el mundo, pero permite conversaciones. Me comparan con Dolores Reyes o Selva Almada, y todas estamos, de alguna manera, conversando.
20 de enero-18 de febrero
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