Cultura popular

«Me pregunto en qué momento hemos empezado a aceptar que la cultura pop se convierta en nuestra guía moral»

Ninguna clase me ha divertido nunca tanto como un curso sobre cultura pop en el que me matriculé en una universidad inglesa y donde estudiábamos en sesiones monográficas cómo Rebecca se convirtió en un personaje mítico, qué mecanismos de los culebrones nos enganchan con más eficacia que la metanfetamina o por qué Hello y Hola parecen lo mismo pero no lo son en absoluto. Unos puntos de partida muy elevados para cuestiones de la calle, como decía mi abuela, cuando quería referirse a lo indiscutiblemente apreciado por la mayoría.

En su momento y en sus estándares, el chocolate con pan frito y el programa de Hermida. Seguramente se daban grandes respuestas a esas preguntas, pero yo no me enteraba porque era la única no londinense y, seguir el hilo de las conversaciones sobre Coronation Street, una serie de televisión en la que no pasa nada y lleva 60 años en antena, para mí era tan inalcanzable como secuenciar ADN. Los principios del mainstream, de la pop culture, de la conversión de un famoso en celebrity global son básicos pero insondables.

Quien los maneja, los intuye o simplemente da con la tecla, si eso es posible, se convierte en Dolly Parton, en Lady Di, en Rosalía o en la bofetada de Will Smith, un icono mucho más famoso y pop en sí mismo que el propio actor. A ustedes y a mí nos encantan muchas de las cosas que gustan a muchísima gente. Pero me pregunto en qué momento hemos empezado a aceptar o a pedir que eso se convierta en nuestra guía moral.

Denzel Washington avisando de que el demonio acecha en el éxito. Miley Cyrus explicando que un divorcio es sólo la evolución constante de una pareja de compañeros. Tom Cruise y su intepretación del imperativo kantiano: «Yo solo hago lo que hago»... En fin. Siempre nos quedarán los Simpson.