La vida es una lucha. Menos mal

Se llamaba Erin Brockovich y contaba la historia de una activista cuando el activismo era un concepto exótico y no un término tan manido y ambiguo como «empresario» o «filántropo». Todas queríamos ser Erin Brockovich, una señora que en la vida y en la ficción desafiaba leyes no escritas, como que hay que elegir entre minifalda y escote, que las injusticias rara vez tienen remedio, o que una reina de la belleza no se convierte en dueña de un bufete azote de las multinacionales.

No he visto todavía Rebel, la serie que Disney+ ha creado ¿basándose?, ¿inspirándose? en su vida y que en el tráiler describe a la protagonista como alguien «que ha tenido demasiados maridos y se dedica ahora a poner de rodillas a las grandes corporaciones». Seguramente será entretenida, pero a mí lo que me interesa de Erin Brockovich es Erin Brockovich. En estos 20 años le han pasado muchas cosas, como a todos. La veo en entrevistas en la televisión norteamericana, guapa y sonriente, promocionando sus libros, contando cómo ha seguido con sus casos o charlando con su hija, una treintañera que se queja de que quizá no estuvo en casa lo suficiente cuando era una niña, y contestándole: «Bueno, no era millonaria cariño, tenía que trabajar. Al menos os enseñé cómo hay que divorciarse».

Uno de sus libros se titula La vida es una lucha pero se puede ganar. Suena muy prepandémico, aunque me gusta esa definición del activismo que básicamente consiste en que hay cosas terribles a nuestro alrededor y deberíamos hacer todo lo que podemos y sabemos para cambiarlas. Y sí, me gustan también las mujeres que se ponen un escote y una minifalda a la vez siempre que les da la gana. La vida es una lucha. Afortunadamente.