Lee Miller y Agneta Fischer (1932) / George Hoyningen-Huene

Lo que damos por sentado

Ya sabemos que los grandes libros lo son porque consiguen contar historias que tocan a lectores de lenguas diferentes, países enfrentados, siglos separados por revoluciones.

Millones de personas reconocen la pasión, el odio o la venganza y se dejan envolver por historias que imaginó alguien hace 400 años en una dacha rusa, por ejemplo. Hay otros, más pequeños, que nunca explotarán como el cañonazo de las obras maestras, pero que se clavan en nuestro cerebro y en nuestra cabeza con la precisión de un pequeño y elegante bisturí. Son los que parecen hablarnos a nosotros y, hasta de nosotros, aunque el protagonista sea una refugiado paquistaní o una jubilada de Ohio. Y esa capacidad es extraordinaria.

Hay libros que se clavan en nuestro cerebro con la precisión de un bisturí.

Pienso en Tierra desacostumbrada, de Jhumpa Lahiri, o en Luz de febrero, de Elizabeth Strout. Y en una sorpresa que acaba de publicarse, firmada por Rachel Cusck, que se llama Segunda casa y que arranca como una historia que resulta lejana y un poco desdibujada, pero que se pega a la piel del que la lee y termina siendo un inquietante y precioso recordatorio de algunas cosas fundamentales que tendemos a olvidar. Por ejemplo: «Siempre di por sentado que el placer me estaba esperando como si fuera acumulándolo en una cuenta bancaria, pero cuando fui a reclamarlo resultó que la cuenta estaba vacía». A mí también se me olvida que, de vez en cuando, conviene revisar lo que damos por sentado.