Nuestros periodistas analizan y recomiendan de manera independiente productos o servicios que pueden ayudarte en la decisión de compra. Cuando compras a través de alguno de nuestros enlaces, la sociedad editora de Mujerhoy puede recibir una comisión. Más información sobre nuestra política de afiliación.
Esa mujer que nos mira detrás de sus gafas de pasta con algo a medio camino entre la máxima atención y un ligero desconcierto se llama Elizabeth Strout. Escribe libros luminosos donde aparentemente no pasa casi nada, pero en los que sentimos que está mucho de lo que nos ha ocurrido a nosotros en un momento de nuestra vida. Es una rara cualidad que tienen algunos autores, más allá del año o el lugar en el que imaginaron su obra y sus personajes: la de convertir lo cotidiano, lo que aparentemente nos resulta corriente y casi aburrido, en un catálogo infinito de sentimientos.
Strout habla, en la entrevista que hemos publicado, de detalles, de las pequeñas diferencias que pueden convertir lo digno en indigno, que transforman la soledad en algo placentero o doloroso. De la infinita distancia que hay a veces entre lo que refleja la cara de un desconocido con el que nos cruzamos por la calle y lo que bulle en su interior. He escrito antes que sus libros son luminosos, pero no piensen en un día despejado y caluroso sino en una mañana soleada y fría de invierno, de esas que nos recuerdan lo necesario que es el aire fresco y a la vez pueden cortarnos la respiración. En tiempos de filetes y chuletones, de realidades contadas a base de brocha gorda y relatos infantiles, se agradece un poco de sutileza y de complejidad. Detalles necesarios y precisos como un bisturí.