Lourdes Maldonado fue tiroteada hace unos días en la puerta de su casa en Tijuana. Es una de los 145 periodistas y de las más 3.000 mujeres asesinadas en México cada año. ¿Cuántas más son amenazadas? No creo que nadie lo sepa con certeza. Algunas de ellas sobresalen de esa estadística oscura y plana porque tienen la enorme valentía no solo de sobrevivir, sino de hacer de la denuncia una forma de vida. Estos días, hemos escuchado algunas voces valientes, como la de Lydia Cacho, recordándonos que, para muchas, un disparo en la cabeza es un accidente tan previsible y tan intrascendente como el pinchazo de una rueda.
Sucederá tarde o temprano y a nadie le importará demasiado. Hace unos años, Lydia cuando ya era conocida y respetada como para poder encontrar (ojalá) una cierta seguridad y apoyo en su activismo, me contaba lo que es el miedo en una cena con una amiga común. Recuerdo dos cosas: tomábamos sushi y yo, en mi cabeza, daba gracias infinitas al universo por tener una vida al resguardo de ese terror diario, concreto, definido. Lydia es una víctima y una guerrera. He visto esa combinación, asombrosa otra vez, en mujeres supervivientes de la guerra de Bosnia. El cuerpo más o menos recompuesto y la cabeza destrozada. Aplastadas por el horror continuo y cotidiano, que es la peor forma del horror. El que los demás damos por sentado, por inevitable.