El enigma Balenciaga (Ed. Plaza Janés), el nuevo libro de María Fernández-Miranda, desvela el complejo entramado de misterios que rodea la vida de Cristóbal Balenciaga, el diseñador español más importante de todos los tiempos. Te adelantamos en exclusiva su adictivo capítulo cuatro antes de que se salga a la venta el próximo 2 de noviembre .
«Por las ventanas se cuela el ruido de la avenida de José Antonio, bautizada así en honor al fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, aunque muchos madrileños prefieren referirse a ella como Gran Vía debido a sus enormes dimensiones. A través de los cristales es posible atisbar, justo en la acera de enfrente, la entrada del Museo Chicote, la primera coctelería de España, fundada por un antiguo barman del Hotel Ritz y que está llamada a convertirse durante los años venideros en parada obligatoria de las celebridades de la época, desde Salvador Dalí o Ava Gardner hasta Ernest Hemingway o Lola Flores, hombres y mujeres de carreras fulgurantes que en las noches hedonistas de la posguerra se acodarán en la barra americana de este local con aires art déco en cuyo sótano se custodian miles de botellas de diferentes licores.
Pero dejemos de mirar hacia afuera y centrémonos en el interior del salón en el que nos hallamos. Se trata de un espacio luminoso, con las paredes recién pintadas de blanco y unas cuantas sillas de color oro colocadas en un extremo de la estancia; del techo cuelga una imponente lámpara de cristal. Sobre un mueble aparador presidido por un espejo de corte clásico reposan varias revistas de moda; en lo alto de la pila es posible distinguir un ejemplar de L'Officiel con una sofisticada ilustración de René Gruau en la portada. Sin embargo, no siempre ha sido todo tan armónico en esta estancia: igual que algunas personas llevan una historia desgraciada en su corazón por mucho que brille su piel, lo mismo ocurre con ciertos lugares, y este piso en concreto está teñido por la tragedia. En su día fue la sede de una empresa dedicada a comercializar artículos de peletería que regentaba un matrimonio argentino. En 1936, al estallar la guerra civil española, los empresarios huyeron a su país y no volvieron hasta el fin del conflicto bélico, tres años más tarde. A su regreso, la mujer no pudo soportar lo que vieron sus ojos: la empresa desvalijada; ni un solo utensilio, ni una sola prenda en su sitio, el vacío total. Acabó quitándose la vida, mientras que su esposo, desolado por el devenir de los acontecimientos, puso de nuevo rumbo a Argentina, no sin antes desprenderse rápidamente del inmueble, quizá en un intento desesperado por borrar los recuerdos amargos y dejar atrás aquella España que había acabado siendo una maldición.
Las vendedoras que ahora pisan la moqueta de color gris claro probablemente desconozcan ese pasado luctuoso del lugar en el que trabajan. El piso de dos plantas goza hoy de una nueva vida: es la sede de la casa de moda de Cristóbal Balenciaga en Madrid. Abajo se ubican el hall, el despacho de dirección, el almacén y los probadores, mientras que arriba se encuentran los talleres y el espacio que hace las veces de vivienda del diseñador cuando este se encuentra en la capital española. Las prendas que salen de dichos talleres llevan cosidas etiquetas en las que puede leerse la palabra EISA, a modo de abreviatura de Eiza guirre en la que la zeta se ha sustituido por una ese más melódica, tal y como se pronuncia en euskera. El apellido de Martina, la madre de Cristóbal y a la sazón su primera maestra, es el código para distinguir las confecciones españolas de aquellas que el modista y sus socios comercializan en Francia. Si bien las primeras resultan más económicas, presentan el mismo grado de perfección que las etiquetadas con la palabra BALENCIAGA, porque el creador jamás permitiría que bajo su responsabilidad se despachase una sola prenda de factura mediocre.
Una de esas vendedoras que van sobriamente vestidas de negro consulta una ficha de cartulina. En ella lee el nombre de la clienta que está a punto de llegar. Se trata de Sonsoles de Icaza y de León, una de las mujeres más elegantes de Madrid. Hija del fallecido Francisco de Asís de Icaza, poeta y diplomático mexicano, ostenta el título de marquesa de Llanzol desde 1936, fecha en la que contrajo matrimonio con Francisco de Paula Díez de Rivera. Era con la hermana mayor de Sonsoles, Anita, con quien el marqués tendría que haberse casado según los deseos de la madre de ambas, pero cuando Francisco vio a Sonsoles por primera vez supo que ya no querría a ninguna otra a su lado. La diferencia de edad entre los esposos es de veinticuatro años y, a pesar de ese abismo, Díez de Rivera siente adoración por su mujer. Ella, sin embargo, le ve a él más como un padre que como un marido, y acabará viviendo un romance apasionado con el guapísimo Ramón Serrano Suñer, ministro del régimen de Francisco Franco y casado con Zita Polo, a su vez hermana de Carmen, la mujer del dictador. Un escándalo en toda regla que alimentará las conversaciones en susurros de la clase alta madrileña.
Pero no nos desviemos, porque nada de eso ha sucedido aún.
La marquesa de Llanzol, que ha llegado al número 9 de la avenida de José Antonio a bordo de un Cadillac conducido por su chófer, está entrando en la zona de los probadores. Camina con paso firme, destilando seguridad en sí misma. Resulta inevitable fijarse en su porte: 1,72 metros de altura —una medida inusual para las mujeres de su época—, a los que hay que sumar los casi diez centíme- tros adicionales de sus zapatos de tacón. Tiene las cejas finas, los dientes perfectos, la nariz recta, el cabello ondulado, la mirada distante. Parece una estrella de cine.
Cuentan que es culta y divertida, amante de la lectura, y que a su mesa tan pronto se sienta a cenar el filósofo Ortega y Gasset como el artista Antonio el Bailarín. La marquesa pertenece a esa privilegiada minoría española que, a pesar de las estrecheces que afronta el país, puede permitirse el acceso a dos tipos de lujo: las buenas conversaciones y la alta costura.
Enseguida llega uno de los empleados de Balenciaga a ajustarle la toile, ese tejido basto en el que inicialmente se confeccionan los diseños antes de que cada puntada esté decidida y se empiece a coser, al fin, en alguna de las telas de nombres evocadores que tanto le gustan al maestro: organza, satén, tafetán, chiffon, chantillí, guipur, seda, crepe… Lo que se está ideando en esos momentos para Sonsoles es un par de trajes de embarazada, aunque a ella seguramente le apetecería más lucir el gran éxito de las colecciones del año pasado, el vestido Infanta, creación con reminiscencias a esos atuendos de las mujeres de la Casa Real española que tan bien retrató Velázquez y que Balenciaga ha podido observar con detenimiento en sus frecuentes visitas al Museo del Prado.
La aristócrata se mira en el espejo rectangular, gira sobre sí misma y reposa su mano derecha en el vientre. Dentro se gesta la vida de Antonio, el tercero de sus hijos con el marqués después de haber alumbrado a Sonsoles y Francisco. Se dirige a la vendedora que la está atendiendo y le espeta en tono arrogante:
—Quiero que me hagan un descuento.
La vendedora, desconcertada, niega con la cabeza y titubea:
—Disculpe, marquesa, pero… pero es que en esta casa no se estilan los descuentos.
Sonsoles hace un mohín. No está acostumbrada a que le nieguen sus deseos. Guarda silencio, molesta, y cuando acaba la prueba vuelve a vestirse con su ropa. Sale al pasi- llo, subida a sus tacones, buscando a alguien de mayor rango con quien discutir el asunto. Entonces le ve. Es un hombre alto y apuesto, lleva una impoluta bata blanca por la que sobresale una corbata negra. Sin duda tiene que ser él: Cristóbal Balenciaga en persona. Sonsoles se acerca, le tiende la mano enjoyada, se presenta y le repite su exigencia: quiere que le hagan un descuento.
—Tenga en cuenta que no podré volver a usar estos trajes cuando haya dado a luz y recupere mi figura —agumenta.
Balenciaga la contempla. Se detiene en su cuello delicado. El diseñador siente predilección por esta zona de la anatomía femenina; no es casual que, en sus desfiles, las modelos lleven siempre el pelo recogido para destacarla. Por eso le inspiran los quimonos japoneses, que dejan el cuello al descubierto, y por eso sus prendas se basculan ligeramente en el área superior, de manera que la nuca quede a la vista y en consecuencia toda la silueta se equilibre. La mirada de Sonsoles es apremiante. Cristóbal se baja las gafas hasta el puente de la nariz —en un gesto muy suyo—, cruza las manos a la espalda e, impasible, responde en voz baja, el tono habitual en él:
—Señora, yo no soy el culpable de su estado. Transcurren unos segundos, como si ambos estuvieran midiendo sus fuerzas, hasta que finalmente los dos se echan a reír.
Acaba de nacer una amistad inquebrantable que se mantendrá viva durante más de tres décadas.
Cuando le preguntan por el papel de musa que su madre ejerció para Cristóbal Balenciaga, Sonsoles Díez de Rivera suele responder que el maestro no necesitaba musas, pero nadie duda que la marquesa de Llanzol fue una de las que mejor llevaron sus diseños. Se atrevía con todo, incluso con aquellos modelos más teatrales que habían sido concebidos únicamente para ser exhibidos en los desfiles. «Lo has diseñado tú, ¿no? Pues yo me lo pongo», solía decir la aristócrata, sin complejos, ante las dudas de su amigo. Sonsoles de Icaza llegó a tener varios armarios repletos de creaciones suyas —en torno a cuatrocientos trajes y noventa sombreros—, aunque muchas de ellas se perdieron con el paso de los años, por culpa de un derrumbe.
«Vivíamos en la calle Hermosilla, junto a un edificio que iban a tirar. Como no apuntalaron bien, se nos cayó media casa, justo en la zona donde estaban los baúles, así que se perdieron muchas cosas», me confirma Díez de Rivera. He quedado con ella, con Sonsolitas —según la llamaba Balenciaga, para diferenciarla de su madre—, en su actual domicilio madrileño. Viste vaqueros, camisa blanca y mocasines, lleva la melena de color negro azabache como si acabara de salir de la peluquería y aparenta diez años menos de los que en realidad tiene (como es una mujer coqueta, no seré yo quien desvele aquí su edad). En su salón hay libros de pintura y fotografías familiares. Desde el sofá en el que estoy sentada distingo un retrato de Carmen, su hermana pequeña, ya fallecida, a quien apodaban la musa de la Transición porque fue directora de Gabinete de Adolfo Suárez. «Mi madre era espectacular, y mi hermana, de no creértelo de guapa. Como yo no tenía nada que hacer frente a ellas, supe que me tocaba ser lo más divertido y ocurrente que te puedas imaginar», me explica con mucho sentido del humor. Sonsoles Díez de Rivera, que estrenó un Balenciaga el día de su primera comunión, atesora un montón de anécdotas, como aquella vez en la que, a sus quince años, el modista le regaló un traje y ella le dijo que no le gustaba nada, que le hacía gorda. «Pero es elegante», repuso él. «Ya seré elegante cuando tenga cuarenta años», contestó la otrora adolescente. Y entonces Cristóbal miró a la madre y concluyó: «La niña tiene razón. Que vaya a la casa y elija lo que ella quiera». Mi interlocutora me confirma que Sonsoles de Icaza y Balenciaga mantuvieron una gran amistad, a pesar de ser tan diferentes entre sí. «Mi madre era muy expansiva, mientras que él, en el fondo, era un gran tímido. Pero hacían muchos planes juntos. Por ejemplo, les apasionaba ir a regatear a los anticuarios».
Sonsoles de Icaza fue efectivamente la clienta más importante para Balenciaga —desde luego, la que llegó a conocerle de forma más profunda en su faceta no ya profesional, sino personal—, aunque su lista VIP la engrosaban otros muchos nombres destacados de la época. Cuentan, por ejemplo, que la actriz Ava Gard- ner (una enamorada de España) pasaba por Chicote y luego cruzaba la calle para probarse en el salón madrileño del diseñador. La multimillonaria Barbara Hutton ni siquiera se molestaba en desplazarse a ningún taller: le llevaban la ropa a su lujosa suite del Hotel Ritz, en París, donde recibía a las vendedoras bebiendo un vaso de ginebra, y era capaz de comprar el mismo vestido hasta en tres colores diferentes. Fue ella, Barbara Hutton, quien puso a Mona Bismarck —otra americana adinerada— en contacto con la maison Balenciaga, y se dice que esta última encargó una vez ciento cincuenta vestidos del tirón. La princesa de Mónaco, Grace Kelly, acudió a la fiesta de su 40.º cumpleaños vestida con un Balenciaga de terciopelo negro, y Marella Agnelli, esposa del magnate de la Fiat, Gianni Agnelli, lució uno rosa para fotografiarse en su villa italiana. Caso aparte es el de la paisajista y coleccionista de arte Rachel (alias Bunny) Mellon, que tenía más de seiscientas piezas del guipuzcoano: a ella, Balenciaga le hacía incluso los pijamas y la ropa de jardinería; también las sofisticadas batas de seda o terciopelo con las que recibía en casa a sus invitados cuando ejercía de anfitriona. Es bien conocida la anécdota de la heredera texana Claudia Heard (casada con uno de los miembros de la familia española de bodegueros Osborne), según la cual pidió que al morir la enterraran con su Balenciaga favorito para que el modista pudiera reconocerla inmediatamente cuando se encontraran en el Más Allá. Jackie Kennedy, por su parte, se encaprichó por algún que otro modelo de Cristóbal cuando era primera dama de Estados Unidos, igual que la original Wallis Simpson, duquesa de Windsor (sobre la que volveremos más adelante), o la socialité Gloria Guinness (esta última, muy práctica, ordenó que le hicieran un vestidor enorme en cada una de sus mansiones para no tener que molestarse en hacer las maletas). ¿Y se acuerdan de Helena Rubinstein, la creadora del imperio cosmético que lleva su nombre? Pues ella invitó al equipo de Harper's Bazaar a que fotografiasen algunos diseños de Balenciaga junto a las obras de Picasso que tenía en su apartamento parisino, y también hizo que el artista Graham Sutherland la pintara a ella misma ataviada con un imponente vestido de brocado rojo del vasco. En resumen, y tomo prestadas las palabras de la periodista Jacqueline Demornex, él vestía a todas aquellas que «eran alguien».
A esas mujeres adictas a las creaciones del guipuzcoano se las apodaba «las balenciagas». En esa categoría podríamos englobar también a las artistas de cine que mataban por sus diseños, como Marlene Dietrich, quien declararía:
«A mí jamás me tomó una medida, pero sus vestidos me quedaban perfectos». A la Dietrich, Balenciaga la arregló para sus presentaciones y conciertos, así como en algunas de sus apariciones en la gran pantalla, por ejemplo en la película Encuentro en París. La mexicana María Félix vistió del modista en La estrella vacía y Sara Montiel en Pecado de amor. Isabel Garcés, actriz española como la Montiel, exigía por contrato que sus vestidos llevaran la firma del vasco (luego se los quedaba, y así fue como compuso un fondo de armario formidable, lo cual no deja de tener su mérito). Otras estrellas del celuloide que lucieron sus propuestas fueron Rita Hayworth, Lauren Bacall, Elizabeth Taylor, Ginger Rogers, Ingrid Bergman, Romy Schneider… La lista es apabullante.
¿Cómo consiguió un hombre salido de un modesto pueblo costero español fascinar a esa pléyade de mujeres que podían vestirse donde les viniera en gana? Tal vez la clave esté en la perfección y la calidad. O en el rasgo diferencial de todo lo que salía de su cabeza. «Ver sus colecciones me hacía llorar. Era asistir al nacimiento de una sinfonía», resumió Hubert de Givenchy. Es igualmente revelador lo que relató la editora de moda Diana Vreeland en sus memorias: «Una nunca sabía qué era lo que iba a ver en una presentación de Balenciaga. Una se desmayaba. Era posible estallar y morir. Recuerdo que en un desfile de principios de los años sesenta —organizado para las clientas más que para los compradores— Audrey Hepburn se giró hacia mí y me preguntó cómo es que no estaba echando espuma por la boca con lo que estaba viendo. Le contesté que intentaba parecer tranquila e indiferente porque, al fin y al cabo, pertenecía a la prensa. Al otro lado de la pasarela, Gloria Guinness se había deslizado silla abajo hasta el suelo. Todo el mundo estaba bajo el influjo del drama, de la espuma y los truenos. No sabíamos qué nos estaba pasando, fue glorioso. Bueno, lo que estaba pasando es que Balenciaga presentó por primera vez el maillot».
Frente a toda esa literatura de la Vreeland, el experto en moda Eloy Martínez de la Pera resume la razón del éxito del modista con una simple palabra: aspiracional. «En su época, toda mujer elegante deseaba poseer un Balenciaga, al igual que hoy todas las novias que pueden permitírselo ambicionan casarse con un Elie Saab o un Zuhair Murad», sentencia. La teoría del fotógrafo de moda Cecil Beaton, coetáneo de Cristóbal, era la siguiente: «Muchas mujeres creen ciegamente en el atrevido pero infalible talento de Balenciaga y se sienten guiadas desde el peligro a la seguridad en las corrientes y remolinos de las modas contemporáneas». Por cierto, esas mujeres fantásticas que creían ciegamente en el couturier español abonaban con gusto sus compras, según escribió Bettina Ballard: «Las clientas respetaban tanto la casa que no se les ocurría dejar de pagar sus facturas al momento o llegar tarde a las pruebas». Pero a muy pocas de ellas, poquísimas, las atendía él personalmente. Sonsoles de Icaza, la aristócrata que osó pedirle un descuento, fue una de sus grandes excepciones».
20 de enero-18 de febrero
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