Elisabeth Holmes, la gurú de Silicon Valley que estafó mil millones de dólares (y se enfrenta a 20 años de prisión)

Fue encumbrada por la prensa como la mayor inventora del siglo y una empresaria hecha a sí misma, pero detrás solo había humo. Ahora, ha sido condenada por fraude y podría pasar hasta 20 años en prisión.

Elizabeth Holmes ha sido condenada por cuatro casos de fraude de los 11 que se le imputaban, Holmes podría cumplir hasta 20 años de prisión. / JOE PUGLIESE/ AUGUST, ©CONNOR RADNOVICH / POLARIS / CONTACTO

Álvaro Onieva
Álvaro Onieva

Al miedo a las agujas y otros objetos punzantes que puedan provocar una herida con sangre se le conoce como belonefobia. Un estudio señala que afecta a entre el 20% y el 30% de la población adulta y, según el grado, puede impedir donar sangre, vacunarse o hacerse un chequeo rutinario por puro pánico. Si usted lo sufre, imagine una técnica revolucionaria que permita, con solo una gota de sangre extraída de su dedo –evitando la venopunción–, hacer al instante cientos de pruebas médicas. Solo una gota. ¿Invertiría su dinero en esta patente, incluso millones de dólares si los tuviera, para cambiar el mundo y, de paso, hacer negocio? Si la respuesta es sí, usted podría haber sido una víctima más de la estafa a gran escala por la que la gurú de Silicon Valley Elizabeth Holmes acaba de ser declarada culpable.

Condenada por cuatro casos de fraude de los 11 que se le imputaban, Holmes podría cumplir hasta 20 años de prisión, aunque está en libertad provisional. Su periplo comienza con una idea de lo más naif, como cuando un niño «inventa» un coche que vuela dibujándolo en un papel. La invención está, claro, pero no la forma de llevarla a la práctica. Lo que ella imaginó en su primer año como estudiante de Ingeniería Química en la prestigiosa Universidad de Stanford fue la posibilidad de reducir los análisis de sangre en escala y dificultad: primero soñó con una pastilla o un parche que, tomándola o poniéndolo, transmitiría resultados a un dispositivo electrónico. Después, de una forma más realista aunque no demasiado, reconvirtió su idea en un pequeño contenedor, al que llamaría nanotainer, donde una sola gota de sangre podría ofrecer enormes cantidades de información a un bajo coste. Su idea podía haber cambiado la industria de la salud si hubiese sabido cómo convertirla en realidad. La diferencia entre ella y el niño que dibuja el coche volador es que Elizabeth consiguió una inversión de casi 1.000 millones de dólares para su empresa, Theranos.

Con Serena Williams en una gala en su honor.

De la misma manera que los falsos mitos de otras macrocompañías de Silicon Valley que supuestamente nacieron en un garaje con solo el ingenio de unos buenos muchachos, como Google, Apple o Facebook –más allá del romanticismo, hubo contactos, privilegios, padres ricos o universidades de élite–, la historia de Holmes comenzó a tejerse con mucha palabrería y una narrativa a la americana. En su segundo año en Stanford, abandonó sus estudios porque la formación iba demasiado lenta para ella: quería cumplir su misión y no podía esperar, debía construir ya, a los 19 años, su empresa. Era 2003.

Si sospechan que para montar una sede en Palo Alto hay que venir de una familia con dinero, están en lo cierto, aunque ella se vendía como «hecha a sí misma». Elocuente y vendehumo, resultaba la perfecta portada de revista: siempre vestía de negro (para no distraerse eligiendo qué ponerse), con el mismo cuello de cisne que su idolatrado Steve Jobs (cofundador de Apple) y daba titulares en los que aseguraba que prefería cambiar el mundo a echarse novio. Lo hacía con tono solemne y mirada impertérrita, entre enigmática y perturbadora. Era extrañamente robótica, pero sus intervenciones estaban trufadas de chistes, denotando ganas de gustar. Luchaba por el relato tanto o más que por su carrera científica. Y así, su promesa de revolución caló en la prensa y se escuchaba en conferencias de inversores que siempre comenzaba tirando de lágrima fácil: recordaba a su tío, que había fallecido a causa del cáncer y del que no pudo despedirse.

Si muchos grandes millonarios querían invertir en Theranos, quién no querría hacerlo. El dinero llamaba al dinero.

Ojalá la ciencia hubiese detectado antes su enfermedad, se lamentaba. Hablamos de EE.UU., donde no hay atención sanitaria universal y los precios de los tratamientos son desorbitados: sin seguro médico, por ejemplo, una prueba de hormonas tiroideas puede costar entre 150 y 1.100 dólares. Con precios más asequibles, planteaba Theranos, cualquiera podría hacerse chequeos cada mes para tener mayor control. Revolucionar los métodos de extracción de sangre podría, a la vez, salvar muchas vidas y constituir un negocio multimillonario.

Con el entonces vicepresidente Joe Biden en una visita guiada por Theranos en 2015. / Getty images

Su planteamiento neoliberal de la sanidad dejaba a un lado el criterio médico y ponía en manos del consumidor, que no paciente, la petición de los análisis. Tanto es así que Theranos se los ofrecía a los usuarios a la carta: podían seleccionar qué enfermedades querían examinar, cada una con su correspondiente precio, con la gota de sangre extraída. ¿Cómo? Su patente estrella se llamaba Edison en honor a Thomas Alva Edison, el mayor inventor de la historia, lo que nos da la medida de la megalomanía con la que afrontaba el proyecto. Debía ser una caja negra en forma de cubo de unos 45 centímetros, en apariencia similar a una impresora un poco armatoste. Y ahí se introduciría el nanotainer y dentro habría un laboratorio completo para hacer más de 200 pruebas. ¿La realidad? La Edison, más tarde renombrada como MiniLab, apenas podía hacer bien dos tests y no era más que un prototipo desastroso.

Que su invento no funcionase no paró los pies a Holmes, pues el capital de su empresa crecía vertiginosamente. En Stanford reclutó a un catedrático para la junta directiva de Theranos y, después, logró atraer a otros peces gordos, muchos de ellos ancianos, que ejercían como garantes de cara a los inversores: desde políticos como George Schultz y Henry Kissinger, al exdirector de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades, William Foeg.

Entrando al juzgado con su madre y su marido.

Se sirvió de la opacidad envuelta de secretismo, alegando que la competencia no podía estar al tanto de sus pasos, para justificar su número de ilusionismo. Al fabricar su propio equipo de testeo –sus competidoras lo compran en el extranjero–, esquivaba la supervisión del Gobierno, de modo que nadie sabía qué sucedía en la sede de Silicon Valley, pero todos querían invertir en ella por si se convertía en el negocio del siglo. Por ejemplo, el magnate de los medios de coumunicación Rupert Murdoch le dio 125 millones de dólares; la familia Walton, fundadores de los grandes almacenes Walmart, invirtieron 150 millones; y la que fuera secretaria de Educación del Gobierno Trump, Betsy DeVos, otros 100 millones. Si estos millonarios querían invertir en Theranos, quién no querría hacerlo.

El dinero llamaba al dinero. El secretismo respecto a sus avances, sin embargo, no se aplicaba a los medios: Elizabeth Holmes seguía proyectándose como una gurú que la prensa colocaba al nivel de Elon Musk, fundador de PayPal y Tesla, o Mark Zuckerberg. Fue portada de Fortune, Forbes o Glamour, entre otras publicaciones. Y todo ese empuje mediático terminó por jugar en su contra: tras una década de desarrollo, inversores y seguidores empezaron a querer ver resultados. Eso propicia que Threanos se lanzara al mercado cuando aún no estaba preparada y estableciera un acuerdo con Walgreens, la segunda cadena de farmacias más grande de EE.UU., para una fase beta de su Edison, realizando tests en pacientes de Arizona.

No se cumplió lo prometido: ni era cierto lo de la gota de sangre –tenían que hacer extracciones intravenosas–, ni lo hacía la maquinita –las muestras eran secretamente enviadas a analizar en un laboratorio común en la sede de Theranos–. Y no solo eso: algunos resultados poco fiables eran retocados, con el consiguiente peligro de falso diagnóstico. Fue el principio del fin. Tanto ella como su mano derecha, Sunny Balwani, con quien mantenía una relación sentimental, fomentaban una cultura empresarial poco paciente o favorable a la ciencia: eliminaban a cualquiera que cuestionase la viabilidad del proyecto. No había espacio para el rigor ni el sentido común; no se podía sugerir que el sueño de Holmes era imposible de materializar o que se estaban haciendo las cosas mal.

Esto provocó dimisiones en el equipo (un destacado científico se suicidó por la presión, otros fueron ferozmente perseguidos por el abogado de la empresa) y filtraciones que llevarían al periodista John Carreyrou a destapar las falacias de Theranos en un artículo en The Wall Street Journal que luego Elizabeth desmintió. Y mintió. La crisis de comunicación y una denuncia anónima de una extrabajadora que advirtio sobre un posible delito contra la salud pública propiciaron el inicio de unas investigaciones que concluyeron en una acusación federal por fraude. La empresa llegó a estar valorada en 9.000 millones de dólares, pero detrás solo había humo.

Lejos de sucumbir a la vergüenza, no le van mal las cosas: vive en un apartamento de lujo junto a un rico heredero y se la ve feliz.

Finalmente, tras años de litigios, Elizabeth Holmes y Sunny Balwani han sido condenados hace unas semanas por cuatro delitos de fraude contra algunos de sus inversores, mientras que su historia se prepara para saltar a la pantalla: tras un documental emitido en 2019 en HBO, Hulu prepara la serie The Dropout con Amanda Seyfried dando vida a la estafadora, mientras que Jennifer Lawrence hará lo propio en una película de Apple.

Por su parte, lejos de sucumbir a la vergüenza y el desprestigio, a la protagonista real no le van del todo mal las cosas. Ha abandonado el color negro y vive en un apartamento de lujo de San Francisco junto a un rico heredero. Se la ve feliz. Hay quien cree que no ha aprendido la lección y volverá a intentarlo. Porque Elizabeth Holmes hizo suyo un mantra de Edison, que decía que no pasa nada por fallar mil veces si luego aciertas. El problema, en su caso, fue que cada intento corría a cuenta de otros.

20 de enero-18 de febrero

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