La coleccionista y filántropa Ella Fontanals-Cisneros. / UXÍO DA VILA

premio mujerhoy 2023 al mecenazgo artístico

Ella Fontanals-Cisneros: «No voy a seguir perdiendo el tiempo con politiquerías. A veces, cuando quieres donar algo, no lo valora nadie»

Es la gran dama del arte latinoamericano, además de una influyente filántropa y mecenas. Un empeño y una trayectoria reconocidos con un premio Mujerhoy por su contribución cultural.

«No hay día que no me levante pensando en arte, en obras que me gustaría ver, tener o de las que aprender», explica Ella Fontanals Cisneros, sentada entre algunas de las piezas de su colección en su casa en Madrid. Aunque conoce perfectamente los prejuicios que, a menudo, acompañan a los grandes coleccionistas como ella, los desmonta nada más empezar. «Aunque ser coleccionista se ha convertido en una cuestión de estatus, el coleccionismo es, en realidad, un aprendizaje. Hay dos tipos de coleccionistas: el que está interesado en conocer y entender el proceso y el comprador de arte que adquiere una obra porque cree que se revalorizará, porque todos sus amigos tienen algo de ese artista o porque cree que quedará bien detrás de su sofá».

Considerada la gran dama del arte latinoamericano, queda claro a qué categoría pertenece ella cuando habla sobre su relación con los creadores, su obsesión por entender su proceso y estudiar los movimientos artísticos o cuando relata cómo logró rescatar las fotografías de un artista cubano de las cajas de zapatos guardas bajo una cama en las que cultivaron ácaros durante años.

También por qué Fontanals tiene una fe contagiosa en el poder del arte. «El arte sirve para hacerte cambiar de opinión, para ver la vida desde otro punto de vista. Yo aprendí eso con una obra de Jesús Rafael Soto que, al principio, no entendía. Eso me llamó la atención y la compré. Fue un giro de 180 grados para mí», explica. Empezó a coleccionar sin pretensiones ni estrategia. «Compraba porque aprendía, nunca pensé si esto iba a juego con lo otro. Pero tenía un gusto muy específico. A través de tu colección, enseñas tu forma de ver el mundo». Desde los años 70 hasta ahora ha coleccionado a artistas como Marina Abramovic, Ai WeiWei, Damien Hirst, Carmen Herrera, Los Carpinteros, León Ferrari, Gego y un larguísimo etcétera hasta acumular más 3.000 obras que ha cedido a los museos más importantes del mundo, desde el Metropolitan de Nueva York y la Tate Modern al Reina Sofía.

« Era una niña muy tremenda y voluntariosa», recuerda entre risas sobre su infancia. «A mi madre le decían que tenía potencial, pero que me pasaba el día dibujando: a la maestra, el aula, los compañeros… Como si eso fuera una pérdida de tiempo. Con diez años, me apuntaron a clases de pintura y pensé que me dedicaría a eso, pero nos fuimos del país y aquello, quedó atrás…», explica Fontanals, que creció en una familia cubana acomodada que huyó de la isla después del triunfo de la revolución cuando ella tenía 13 años. Al año de instalarse en Venezuela, su padre falleció. «No pude terminar de estudiar y me puse a trabajar como profesora de inglés o de ballet acuático. Algunos veranos gané más que cualquier ingeniero», recuerda. De espíritu emprendedor, siempre tenía un negocio entre manos: montó una tienda de ropa en Caracas, pero también una galería de arte, tuvo negocios inmobiliarios, una librería que terminó teniendo cinco sucursales…

Ella Fontanals-Cisneros en su casa de Madrid. / UXÍO DA VILA

Su matrimonio (y divorcio) con Oswaldo Cisneros

Conoció a Oswaldo Cisneros, miembro de la familia más importante del país y presidente de Pepsi-Cola, en una fiesta de la alta sociedad. Se casaron en 1968. « Alguien de la familia me dijo que ninguna mujer de un Cisneros trabajaba. Yo le contesté que iba a ser la primera. Y no he dejado de trabajar desde entonces». No sin algunas dificultades. Desde el banco que no quiso emitirle una tarjeta de crédito sin la firma de su marido («pedí ver la director, le dije que me parecía inaceptable y como vio el lío que le iba a montar, me la acabó dando») o las faltas de respeto de los hombres con los que hacía negocios: «No te tomaban en serio. Solo querían invitarte a cenar».

Ella y el empresario estuvieron 30 años casados y tuvieron tres hijas: Marisa, Mariela y Claudia. Fueron la power couple más influyente del país hasta que, en 2001, decidieron divorciarse. Fue una ruptura sin dramas, reproches ni trapos sucios aireados en la prensa. «Mi marido fue espectacular: me apoyó en todo y yo a él. No nos separamos porque nos dejáramos de querer, sino porque queríamos cosas diferentes: su vida era el trabajo; la mía, descubrir y viajar. Fuimos amigos entrañables hasta el día que murió», explica. El divorcio, además, llegó con algunos descubrimientos interesantes. «Fue como si me abrieran una puerta enorme. Eso de levantarte y no tener que preguntarle a nadie qué vas a hacer hoy… Siempre me había sentido libre, pero me di cuenta de que solo lo era al 80%. ¡Ahora era libre al 100%! Sobre todo, en el arte. Podía comprar lo que quisiera, ¡sin preguntarle a nadie! Era una sensación como de estar flotando. Y entonces, una cosa que parecía trágica se convirtió en algo positivo», explica.

A veces, desde su oficina, tienen que llamarle la atención. « Soy un desastre, siempre estoy fuera de presupuesto… Me dicen: «¡Baja la manita!». Me emociono demasiado y en mi almacén ya no cabe nada más», confiesa. ¿El precio de una obra se negocia incluso con los artistas más jóvenes y precarios? «Si es un artista emergente no se debe negociar porque sabes que ese cuadro es su modo de vida. Con alguien consolidado, claro que puedes. Todo el mundo lo hace. Lo compras a plazos o lo pagas en diez meses. Es un negocio», dice Fontanals-Cisneros que también gestiona la Fundación CIFO, que desde 2002 organiza exhibiciones y concede becas a artistas emergentes.

De naturaleza inquieta («solo se envejece cuando la curiosidad ya no existe») le intriga, por ejemplo, cómo evolucionarán los museos. «Las nuevas generaciones quieren interactuar. Los museos serán mucho más experimentales». ¿Iría ella a una exposición en el metaverso? «Ir a un museo es una experiencia física, esa que te proporciona pagar la entrada, interactuar con el espacio, con el resto del público… Esa energía es insustituible. Sin embargo, ahora mismo hay una exhibición en el Guggenheim de Nueva York que me encantaría ver, pero no puedo ir. Si pudiera sentarme en el sofá, ponerme unas gafas y verla, lo haría», dice Fontanals, que se considera una visionaria tecnológica y en su día probó Second Life solo para ver qué era aquello de lo que todo el mundo hablaba.

La coleccionista quiso donar parte de su colección al Estado. / UXÍO DA VILA

El día que Andy Warhol quiso pintarla (y ella se negó)

Sin embargo, tampoco se deja seducir por todo lo que suene a futurismo. Por ejemplo, los NFT, que considera una buena forma de certificar la autenticidad de las obras. Pero poco más. «Cuando se vendió la obra de Beeple por 70 millones de dólares fue una operación de marketing de las plataformas. Es un artista gráfico interesante, pero no vale eso. Yo hablé después con él y le pregunté si creía que volvería a vender una obra así. Me dijo que no. Después de aquel boom, quienes habían pagado millones por un NFT se desprendieron de ellos por unos miles de dólares…».

Antes de la pandemia, Fontanals aceptó la invitación de una amiga para instalarse en su casa en la costa de México y dedicar un par de meses a escribir. «Las editoriales me decían que si no era mi biografía no les interesaba. ¡Una llegó a decirme que tuviera valor! Pero un día me encontré con un primo y me dijo que iba a ponerme a toda la familia en contra. Y no quería armar un lío», cuenta. Así que se decantó por la autoficción y empezó a escribir una novela que pronto verá la luz. «Me inventé algunas cosas sobre Cuba que yo no viví, pero que en los años 70 y 80 les sucedían a las mujeres allí. También me inventé un hermano extra para convertirlo en espía. Cosas así…». Adaptó también pasajes de su propia vida, como cuando conoció a Fidel Castro y el líder cubano le retó a distinguir entre una Coca-Cola y una Pepsi. «Sentí remordimientos… ¿Cómo podía estar con el hombre que había destruido a mi familia?», cuenta ahora sobre aquel encuentro, organizado por una amiga.

Su biografía está plagada de ese tipo de anécdotas y personajes. Como cuando Lech Walesa viajó en su avión privado de Nueva York a Caracas. O cuando fue vecina de Henry Kissinger. O cuando frecuentaba el mismo círculo social que Donald Trump: «Íbamos a muchos cócteles con él e Ivanka… No dejó ningún rastro en mi vida». ¿Quién le impresionó más en las distancias cortas? «Kissinger era un hombre muy inteligente, pero suelen interesarme más las personas enigmáticas. Como Andy Warhol». ¿Es cierto que quiso pintarla y ella se negó? «Sí. Nunca fuimos amigos de sentarnos a tener una gran conversación intelectual, pero coincidíamos en muchas fiestas, en el Studio 54… Un día se me acercó su pareja y me dijo que quería hacerme un retrato. A mí me daba vergüenza porque me lo decía cada vez que nos veíamos y tampoco quería decirle que no me gustaba lo que hacía. Era muy joven… ¿Cómo se me ocurrió? Qué poco conocimiento…», recuerda ahora.

Fontanals, que reside en Madrid casi la mitad del año aunque mantiene residencias en Venezuela, República Dominicana o Miami, lleva casi una década dedicada a explorar la mejor fórmula para donar una importante parte de su colección al Estado. De hecho, llegó a firmar un preacuerdo con el Ministerio de Cultura para abrir un museo dedicado al arte latinoamericano en Madrid. «Tuve conversaciones con todos los gobiernos: desde Zapatero hasta Sánchez. Pero me he hartado. Siempre surgía algún problema político…». Fueron, cuenta sin ocultar su malestar, más de siete años de negociaciones y reuniones con abogados, técnicos, arquitectos, ministros… «Yo quería que fuera una fundación donde estuviera presente el gobierno, pero también el sector privado, quería una fórmula mixta que garantizase su continuidad. Después de muchas vueltas, me dijeron que eso no era posible. Yo no les iba a dar los cuadros para que ellos hicieran lo que les diera la gana con ellos. ¿Están locos? A veces, cuando quieres donar algo, nadie lo valora…», explica resignada.

Cuando se descartó que el museo se instalara en la capital, Bilbao se interesó. Aunque hubo conversaciones con las instituciones vascas, el proyecto, de momento, tampoco ha cuajado. «Quieren hacer un museo, pero vamos a ver... Ahora mismo no estamos hablando. Hay otras dos ciudades interesadas. Lo que tengo claro es que no voy a seguir perdiendo el tiempo con politiquerías. Cuando tengan la financiación, que me llamen», concluye. Aunque sigue prestando sus obras a museos de todo el mundo (en ocasiones más de 400 piezas en un solo año) ya está pensando en un plan B que, inevitablemente, pasa por adelgazar su colección. «Aunque mis hijas también son coleccionistas, no les quiero dar ese dolor de cabeza. Estoy pensando en vender una parte. Siento que tengo una responsabilidad con la obra y el artista». De momento, solo es un planteamiento mental, pero solo es cuestión de tiempo que deje de serlo. A no ser que alguien le ponga remedio…