Golshifteh Farahani, la actriz iraní perseguida en su país que triunfa en la serie de televisión más recomendada del año, Invasión

Protagonista de la serie Invasión, la actriz iraní no ha podido volver a su país desde hace una década, víctima de una persecución política. Sin perder la esperanza, ha encontrado un hogar en su trabajo y entre París, Oporto e Ibiza.

«La entrevista será sin cámara», advierten antes de que empiece el encuentro con Golshifteh Farahani (Teherán, 1983). No es por capricho. La actriz iraní responde desde algún lugar recóndito en Ibiza donde vive desde hace más de tres años. «No tengo muy buena cobertura», repite ella cuando arranca la charla. «Ni mucho tiempo. Tengo a mis padres aquí, después de casi tres años sin verlos, y es más intenso que cuidar niños, de ocho de la mañana a medianoche sin parar», se ríe. «Pero es genial porque no les puedo ver demasiado». Sus padres siguen viviendo en Irán, el país en el que nació y creció («sin importarme las reglas, me afeitaba la cabeza para poder salir a la calle sin velo», recuerda) hasta que en 2009 le prohibieron la entrada y se convirtió en exiliada. Fue tras la promoción de la película de Ridley Scott, Red de mentiras.

Unas fotos de ella semidesnuda en una revista francesa alertaron al régimen y la película A propósito de Ely, con la que el cineasta Asghar Farhadi empezó su exitosa carrera internacional, fue la última que la actriz rodó en su país. «La ironía de Irán: Farhadi puede entrar y salir aunque rompa la ley apareciendo en una alfombra roja con Penélope Cruz, pero el director Jafar Panahi no puede salir y yo no puedo entrar. Que me lo expliquen. Es un país de contradicciones. En Occidente te dicen sí o no. En Irán es sí y no, ya veremos, quizá», explica algo ofuscada. Por todo lo vivido, dice ser «una abuela en este último movimiento feminista: nací en él, estoy exiliada por ser mujer». Aunque ha aceptado ya su presente y futuro. «El exilio es un esfuerzo que estoy haciendo. Dicen que estoy destruyendo los puentes tras de mí, quizá, y sigo caminando en un campo de minas, pero lo que importa es el viaje y la huella que dejamos en él», razona. « El exilio es mi gran privilegio, mi gran oportunidad, mi gran dolor, mi gran pesadilla y sueño. Estoy así porque puedo aguantarlo y continúo».

Farahani dice que su vida «está llena de metáforas» y le encanta hablar de una manera casi poética y alegórica. Aunque sus palabras no se las lleva el viento, como tampoco quiere que la huella que deja se esfume. Por eso elige con cuidado, conciencia e intuición sus proyectos. «No puedo estar en una película si no creo en el mensaje que transmite. Tengo que meterme en ese viaje sin traicionarme», dice para pasar a explicar por qué aceptó el papel de Aneesha Malik, una emigrante siria en la última gran serie de Apple TV +, Invasión, que usaba la excusa de la llegada de los extraterrestres a la Tierra «para hablar de la necesidad de unirnos, como hemos visto con la pandemia». «Aneesha es alguien que conozco, con la que me siento conectada, sigue esforzándose a pesar de las circunstancias globales y personales que vive y no cae en la trampa de convertirse en una víctima, sigue adelante; yo me he sentido así, cuando no puedes seguir hacia delante ni hacia atrás y solo puedes ir hacia arriba», razona.

Es lo que le ocurrió. Se exilió en París y empezó una carrera internacional que va desde pequeños títulos franceses como Eden, Las hijas del sol o Un diván en Túnez a indies americanas de culto como Paterson junto a Adam Driver y grandes producciones como Piratas del Caribe: La venganza de Salazar o Extraction. Busca diversificación sabiendo que es «un imán para cierto tipo de papeles y cine social» y admite que la reconocen más por Paterson que por los blockbusters.

«Todo el mundo cree que el éxito es estar en una peli de Marvel, pero esa no es mi meta. No hay una cima de la montaña y si la hubiera, ¿qué haces, llegas y luego es todo cuesta abajo? Yo prefiero continuar». Y continúa con una vida personal también coherente con sus metáforas. Hace casi cinco años abandonó París como residencia fija y se instaló «en una comunidad internacional bohemia y autosuficiente entre España y Portugal». Después encontró un espacio similar en Ibiza y ahora vive entre los tres lugares. «El sentimiento de hogar lo perdí cuando dejé Irán, pero siempre digo que mi hogar está dentro de mí», dice. «Soy mitad chica de selva, mitad rata de ciudad, pero tengo que vivir en naturaleza. Soy jardinera, tengo una granja, pero en el último año me he dado cuenta de lo mucho que necesito mi trabajo y mis chutes culturales, ir al ballet, a la ópera, unas semanas en París de vez en cuando para recargarme».

En Ibiza, defendiéndose con «un mal español, lenguaje no verbal y mucho traductor de Google» ha encontrado un hogar sin que a nadie le importe de dónde viene o qué hace. «Yo lo llamo exilio social, no es político y somos muchos aquí», señala. ¿Un exilio que abandonaría si pudiera? ¿Volvería a su país? «En el último avión. No será el Irán que conozco, cuando arrancas el árbol, ya no puedes revivirlo, por eso aprendí a plantar mis raíces en el arte, el amor, en amigos y en mis principios que nadie me puede quitar».

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