Entre las tendencias televisivas que están marcando el primer semestre de 2022 está, sin ninguna duda, el deseo de plataformas y creadoras por contar historias reales. Cintas de porno casero , equipos de baloncesto legendarios, o cocineras que se convirtieron en maestras de toda una generación, la inspiración no tiene límites cuando echa la vista atrás.
Entre todas ellas, si refinamos un poco más la tendencia, nos encontramos con que los años 70 se han convertido en una época muy propicia para convertir en ficción, tanto en el género de la comedia o del drama. En este último caso, desde el domingo, podemos disfrutar de una producción que ha convertido en serie el escándalo político que marcó el siglo XX en Estados Unidos. Pero lejos de quedarse en lo que ya sabemos Gaslit, que así se titula, convierte en protagonista a una mujer que fue secuestrada porque lo sabía todo del Watergate y que Julia Roberts ha llevado a la pantalla.
Roberts interpreta a Martha Mitchell, la mujer del fiscal general del país durante la presidencia de Nixon. John Mitchell también ocupó el cargo de presidente de las campañas electorales de 1968 y 1972, y previamente trabajó con el máximo mandatario en un bufete de abogados en Nueva York. Fue allí donde se conocieron y se convirtieron en buenos amigos, una relación que le sirvió para convertirse en un rol importante en el gabinete de Nixon. Para desgracia de Martha.
De origen acomodado en el estado de Arkansas, Martha demostró durante su infancia y adolescencia granes dotes para el canto y la interpretación, pero su familia no le permitió convertirse en artista. Con 40 años, y tras un matrimonio previo, se casó con John Mitchell y juntos vivieron una década feliz en una casa cerca de Manhattan. Pero la decisión de Nixon de convertir a John en fiscal general les obligó a mudarse a Washington y su historia cambiase para siempre.
Allí Martha se ganó el apodo de «la boca del sur», lo último por su origen, lo primero por su indiscreción. O por su capacidad para decir lo que pensaba, depende de quien la juzgase. Amante de los cotilleos y de ser portada de los medios de comunicación, al contrario de lo que se estilaba en la capital, Martha no tenía tapujos a la hora de expresar lo que opinaba, o lo que sabía. Y esto incluía los tejemanejes gubernamentales, que ponían a su marido como intermediario de la relación entre Nixon y Kissinger. Algo que no dudaba en comentar a los periodistas que le llamaban, o a los que telefoneaba, en plena madrugada.
Con este bagaje a sus espaldas, y el recelo de Pat Nixon, que creía que le robaba protagonismo, llegó el año de la reelección y el presidente volvió a confiar en John para encabezar el comité encargado de lograrlo. Y el marido de Martha se puso manos a la obra sin dejar de lados medidas ilegales que creía que le ayudarían a conseguirlo, pero también llevándose el trabajo a casa, a la vista de su mujer, que lo miraba con recelo, pero también con interés.
Durante la semana en la que se produjo el robo en el edificio Watergate, el que dio pie al escándalo, los Mitchell estaban en California, disfrutando de unas pequeñas vacaciones mientras recaudaban fondos para los republicanos. John recibió entonces una llamada telefónica en la que le contaron lo sucedido, convocó una rueda de prensa negando cualquier relación con el comité que presidía y regresó a Washington sin mujer. A ella le dijo que se merecía disfrutar del sol y de un buen descanso, al hombre que le dejó vigilándola le pidió que impidiese que se acercase a un periódico o contactase con sus periodistas de cabecera.
Sin embargo, Martha consiguió una copia de Los Ángeles Times y la portada no podía ser más reveladora. En ella estaba James McCord, que había trabajado como guardaespaldas en su propia casa y llevado a su hija al colegio. Mientras, John insistía en que los asaltantes del Watergate no tenían nada que ver con el partido republicano. Y ella levantó el teléfono para hablar con su reportera favorita, a la que le dijo que su intención era abandonar a su marido hasta que abandonase el comité.
No le pudo decir más porque el guardaespaldas que la vigilaba entró en la habitación y desconectó el teléfono. Entonces se perdió la pista de Martha, hasta que días después otra periodista la encontró en Nueva York, con moratones en sus brazos. A ella, en esa primera entrevista, le contó que tras el abrupto final de la conversación fue encerrada en la habitación del hotel, asaltada por varios hombres cuando trató de escaparse y sedada por un médico al que llamó el abogado personal de Nixon.
A partir de entonces Martha no dudó en contar lo que sabía, lo que había visto en su casa los meses previos al asalto a las oficinas del partido demócrata, lo que había oído de las conversaciones de su marido. Pero los asistentes del presidente la desacreditaban, señalando un problema con la bebida, e incluso sugerían que pasaba temporadas en un hospital psiquiátrico.
Ella estaba convencida de la inocencia de su marido, y comentaba a quien quisiera escucharle que era el chivo expiatorio del presidente. John renunció a su cargo pero Martha siguió señalando la corrupción del partido republicano. Y en diciembre de 1973 se separaron lo que, sumado al alejamiento de todas sus amistades, conocidos del partido, hizo que Martha se quedase sola y sin dinero, sobreviviendo a base de donaciones de simpatizantes y la ayuda de uno de sus hijos.
En vida, Martha nunca recibió las disculpas que merecía por haber sido desprestigiada. Tras su muerte, fueron muchos los que reconocieron que no la tomaron en serio porque era una mujer y porque la capacidad del partido para desacreditarla en los medios de comunicación tenía más fuerza que su relato . En los años 80 su nombre se utilizó para describir el proceso por el cual un médico etiqueta la percepción de los eventos reales de un paciente como delirante, lo que provoca un diagnóstico erróneo. El «efecto Martha Mitchell».
20 de enero-18 de febrero
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