«Recuerda, mi querida sirvienta general, que si tu trabajo es arduo, también es el que mejor te preparará para otro más sencillo. Al fin y al cabo, no tienes más tarea ni, en realidad, tanta como tendrías en tu propio hogar si te casaras. En ese caso probablemente tendrías que limpiar la casa, trabajar para mantener a tu familia y cuidar de tus hijos, además de soportar la ansiedad y las muchas preocupaciones de una esposa y madre». Estas líneas corresponden a uno de los muchos manuales que aparecieron en el siglo XIX para convencer al servicio doméstico de que a pesar de los sinsabores diarios y la agotadora jornada laboral, no estaban tan mal. Una de los muchos ejemplos de la terrible situación que estos trabajadores sufrían y que recoge Nunca delante de los criados, publicado en España por Editorial Periférica y escrito por el periodista británico Frank Victor Dawes.
Hijo de una criada, en pleno éxito de la serie Arriba y Abajo, Dawes decidió publicar en 1972 un anuncio en el Daily Telegraph, solicitando testimonios de cualquiera que hubiese trabajado como personal doméstico, sin importar cuando. Se fue de vacaciones y a su regreso se encontró una respuesta tan abrumadora que tuvo que pedirle a sus hijas que le echasen una mano para clasificarlas. Cuando terminó de leerlas todas, decidió llevarlas a este libro que retrata el trabajo doméstico a lo largo de un siglo a partir de aquellos que se encargaron de realizarlo: doncellas, mayordomos, institutrices, cocineras y lacayos. O de sus hijos y nietos, que conservaron sus diarios, sus cartas o las imágenes que atestiguaban cómo vestían o el aspecto que tenía el servicio en aquella época.
Dividido en 12 capítulos, Nunca delante de los criados analiza todos los aspectos de la vida diaria del personal de servicio. Y sintetizando, tiene más del señor Stevens y la señorita Kenton en Lo que queda del día, que de cualquiera de las temporadas y películas de Downton Abbey, la producción televisiva británica que recogió el testigo de la ficción que inspiró a Dawes. Y todavía le falta crueldad. Porque en el siglo XIX las aspirantes a criadas y doncellas comenzaban a trabajar a los diez años, y ni su edad ni su tamaño eran un eximente para ciertas tareas. Más bien al contrario.
Amanecían antes de que saliese el sol para limpiar la cocina y poner en marcha los fuegos, limpiaban las rejillas de las chimeneas, cargaban con cubos de agua escaleras arriba o fregaban las salpicaduras de los orinales de las doncellas. Los más jóvenes no solo trabajaban para los dueños de la casa, que tenían por norma que nunca las viera ningún miembro de la familia, sino también para sus compañeros. Y todo ello por unos míseros chelines.
El uniforme, que se tenían que comprar ellas mismas, para lo que en muchos casos tenían que ahorrar durante un tiempo, la comida, que no era la misma que la de los señores, a no ser que sobrase, o la vida social, prácticamente inexistente hasta que se consiguieron ciertos avances como una tarde libre a la semana, son otros de los puntos que Dawes examina. Para ello, además de contar con sus interesantes y diversas cartas, el autor estudia manuales de la época, que destilan clasismo a borbotones, memorias de integrantes de la clase alta, en las que encuentra testimonios de lo habitual que eran los abusos sexuales, o los documentos de las escuelas que se crearon para formar a las más jóvenes.
Esto último no pasó hasta después de la I Guerra Mundial, cuando las familias de bien atravesaban problemas para completar su plantilla y las de clase media apenas podían aspirar a encontrar a una joven que por un salario anual ridículo liberase a la mujer de la casa de las tareas domésticas. Porque como por todos es sabido, cuando los hombres se marcharon al frente las mujeres tuvieron que ocupar sus puestos de trabajo en las fábricas. Y cuanto la contienda terminó muchas descubrieron que a pesar de que no tuviesen formación no tenían porque aceptar la semiesclavitud que era el servicio.
A pesar de que la ausencia de aspirantes hizo que las pretensiones económicas pudiesen elevarse levemente, y de que aquellos que se dedicaban al servicio doméstico no tenían gastos de alojamiento ni de comida, el número de personas que trabajaban como criadas, mayordomos o doncellas descendió. Un fenómeno que se repitió año tras año y que fue aún más brusco tras la II Guerra Mundial. Se constituyeron comités para investigar las razones que llevaban a las mujeres a abandonar el servicio doméstico, se acusó al subsidio de paro de ser el culpable de que las jóvenes prefiriesen holgazanear en casa a quitar el polvo en una mansión.
Pero nada sirvió, porque las condiciones, a pesar de que eran mejores que hacía décadas, seguían obligando al trabajador a comprometerse con una vida de la que los cómicos se burlaban y el resto de la sociedad no respetaba. Y aunque el gobierno británico estaba decidido a poner su granito de arena en la mejora de los salarios y la estipulación de unos horarios, la falta de un grupo de presión, porque los criados no se sindicaron durante décadas por temor a las represalias de los patrones, impidieron que las posibles medidas llegasen a buen puerto. Paulatinamente los puestos fueron ocupados por la inmigración, y el servicio que había sido santo y seña de todo un país se fue reduciendo, hasta convertirse, como en Lo que queda del día, en algo residual.
Con todo esto, que Dawes explica con maestría y profundidad gracias a una intensa investigación, es inevitable pensar en la situación que atraviesa en la actualidad la hostelería. Ha hecho falta un acontecimiento mundial como una pandemia para que muchos de los que se encargaban de servirnos el café, cocinar en nuestro restaurante favorito o atendernos en nuestro chiringuito de playa de cabecera hayan visto las costuras de un sistema laboral en el que «si te vas tengo cincuenta en la puerta esperando a ocupar tu puesto» y «en la hostelería siempre se han echado horas extra» eran las respuestas comodín cuando se te ocurría pedir un aumento de sueldo o el respeto de tu jornada de trabajo.
El servicio doméstico y la hostelería no son lo mismo, aunque tienen en común que ambos han estado vinculados a la palabra «esclavitud» más allá de lo que a todos nos habría gustado. El primero pudo terminarse, o quedar relegado a las altas (altísimas) esferas y a las jóvenes deseosas de aprender inglés ejerciendo de aupairs, la hostelería no se acabará. Pero tendrá que mirarse en el espejo y examinarse a fondo, porque a nadie le gusta dejar de ganar dinero simplemente por no querer mejorar (un poco) unas condiciones. Y si la avaricia se impone tal vez quienes están ahora ocupando puestos en los que ellos mismos pueden poner su salario, gracias a la ley de la oferta y la demanda, se vayan. Llegará entonces esa realidad que hace décadas veíamos en Japón, y nos parecía algo descabellado, la de los robots camareros.
Nunca un libro sobre las condiciones laborales de los dos últimossiglos había sido tan pertinente. Lean Nunca delante de los criados.
20 de enero-18 de febrero
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