Orgullo Pop: ahora lo alternativo es un producto de masas, ¿por qué?

No son buenos tiempos para los esnobs: lo cool es ahora alardear del consumo de placeres culpables. ¿Se trata de condescendencia o verdadera devoción?

Exigir la exclusividad del consumo ya no se lleva y no es casualidad que sea en plena crisis cuando la industria busca contenidos destinados a masas. / FOtolia

Marita Alonso
Marita Alonso

«Me gustaban más cuando solo eran nuestros», señala en la serie Yellowjackets un ex fan de Nirvana para explicar por qué ya no escucha al grupo, una frase que encapsula bien la razón por la que tantos odian lo popular. Pues lo sentimos mucho por los que así piensan, porque exigir la exclusividad del consumo ya no se lleva. Los que alardean de superioridad intelectual rabian al comprobar que los placeres culpables han salido del armario. Tanto que lo cool no es ya amar Filmin, sino devorar Emily in Paris y comentar La isla de las tentaciones con más ganas que cualquier película de Wes Anderson.

«Es como probar algo que está malísimo y obligar a los demás a que lo prueben porque no puedes creer lo que has experimentado. Estamos siendo entrenados para disfrutar de los sabores malos», opina Ryan Bailey, del podcast So bad it´s good. La razón por la que amamos lo popular y ya nos trae sin cuidado que alguien se ría de ello es que, al hacerlo, estamos cuestionando, interrogando y analizando su discurso, su producción y, en definitiva, su calidad, por lo que, en realidad, el fenómeno del hate-watch (que radica en disfrutar viendo lo que odias) puede ser un acto de introspección y análisis más profundo que ver en bucle Nanuk, el esquimal.

Escena de la serie Emily in Paris que está de moda en estos días. / D.R.

Pero, por supuesto, está también la satisfacción de poder por fin patear al manido guilty pleasure, un término prejuicioso y clasista que intenta hacer sentir mal a quien no emplea su tiempo libre de forma productiva, y de conseguir una vía de escape que, sintiéndolo mucho por los amantes de la meditación, a veces es más factible alcanzar con Netflix que con Headspace.

RAZONES DE PESO (Y DE CIFRAS)

No es casualidad que sea en plena crisis cuando la industria busca contenidos destinados a las masas. Al fin y al cabo, la fórmula para vender más no es ningún secreto y se basa en huir de lo nicho para abrazar lo popular. La diferencia radica en que, cuando ahora alguien te echa en cara que te guste el cartel de Coachella (capitaneado por nombres como Kanye West, Billie Eilish y Harry Styles), quien está fuera de lugar es quien te mira por encima del hombro. Pero, ¿cómo ha ocurrido esto? Por un lado, el marketing se ha encargado de convertir lo alternativo en producto de masas.

¿Cómo explicar, si no, que un álbum de flamenco experimental como El mal querer, de Rosalía, conquistara a la industria musical? Por otro lado, nos encontramos con «la paradoja hipster», a la que alude el matemático Jonathan Touboul. Él asegura que el modo de actuar de quienes tanto empeño ponen en alejarse de la corriente más popular termina cayendo en una dolorosa paradoja: los anticonformistas acaban siendo iguales. En este campo funciona la capacidad de la industria de fagocitar al diferente, haciendo que la excepción se convierta en norma, como señala Dick Hebdige en su libro Subcultura: el significado del estilo (Paidós Ibérica).

Kourtney Kardashian y Travis Barker.

En este título, Hebdige reflexiona sobre cómo la sociedad dominante logra siempre la forma de encapsular y normalizar lo que yace en la subcultura, volviéndola mainstream. Cuando Megan Fox comenzó a salir con Machine Gun Kelly y Kourtney Kardashian con Travis Barker, parecía que el espíritu Eduardo Manostijeras hubiera dominado la cultura pop, pero de la sorpresa hemos pasado a una velocidad desorbitada a normalizar y maquillar lo outsider para volverlo comercial. El que Megan y Machine se hayan convertido en las indiscutibles estrellas del último desfile de Dolce & Gabbana demuestra que la peor pesadilla del esnob se ha hecho realidad: las barreras entre lo cool y lo mainstream, e incluso lo hortera, se han difuminado.

Si el orgullo esnob es ser diferente, ¿qué ocurre cuando la sociedad homogeneiza? Que mirar por encima del hombro ya no es factible, y el que lo hace termina siendo el chiste. El arte (o la manía) de ridiculizar lo popular sirvió de punto de partida a Javier Becerra para escribir La música no es lo más importante (Libros.com), que explora cómo, en ocasiones, el conocimiento se puede convertir, en un inesperado giro de guion, en un obstáculo para el disfrute. El autor explica lo que en cierto modo se ha convertido en norma: que hay quienes recuperan canciones, películas o tendencias no desde la adoración, sino desde la ironía, cayendo por ello en la condescendencia y, por supuesto, en el clasismo.

«El marketing se ha encargado de convertir lo alternativo en un producto de masas y lo diferente, en norma»

Por eso, el reto es analizar si nos gusta lo popular porque nos agrada o si lo hacemos desde el sarcasmo. ¿El truco del algodón? Si para explicar que algo te gusta dices «es tan malo que», una tirita con la que justificar que no hace falta hacer lecturas irónicas para disfrutar de lo popular. Al final, como dice Lily Collins en Emily in Paris al alardear de la ligereza que la caracteriza, lo que le da rabia al esnob es que necesita a su opuesto para existir. «Te podrás burlar de nosotros, pero nos necesitas, porque sin básicas como yo, no estarías a la moda». ¿Acaso no es el triunfo absoluto de lo popular terminar por dar lecciones al que se cree superior?

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