La socialité y filántropa Rebekah Harkness en una imagen de 1965. /
«Ahí va a la mujer más loca que esta ciudad haya visto nunca. Arruinándolo todo se lo pasó de maravilla». En The Last Great American Dynasty, incluida en su álbum Folklore, Taylor Swift no hablaba, como acostumbra, de sí misma, sino de la propietaria original de su magnífica mansión en Rhode Island: la excéntrica, escandalosa y legendaria Rebekah Harkness. Compositora y filántropa, escultora y heredera, la socialité que revolucionaba el Studio 54 mientras dirigía su propia compañía de ballet, pasará a la historia por un anecdotario tan rico y ecléctico como el de sus amigos Dalí , Warhol o el escritor J.D. Salinger.
Cuatro décadas después de su muerte, la fascinación por ella no cesa. En junio, un broche en forma de estrella de mar creado para ella por Salvador Dalí se subastó en Christie's por un millón de dólares rescatando, de nuevo, su extraordinaria historia.
Nacida en Missouri en 1915, creció en una familia acomodada gracias a la fortuna que había amasado su abuelo, el fundador de un famoso banco en St. Louis. Criada entre niñeras, estudió piano, danza y patinaje desde pequeña y tuvo entre sus maestros a Victoria Cassau, discípula de Anna Pavlova. Pero la disciplina nunca logró domar su vena más rebelde.
Poco después de graduarse, ella y sus amigas, conocidas en la escena local como the Bitch Pack, se ganaron una cuestionable reputación por reventar eventos de la alta sociedad contaminando bebidas alcohólicas con aceite mineral o subiéndose a las mesas de los banquetes y amenazando con improvisar un striptease.
Con 24 años se casó con Dickson W. Pierce, un fotógrafo de buena familia (descendiente de uno de los primeros presidentes de Estados Unidos) que terminaría en la cárcel acusado de asesinato y con el que tuvo dos hijos antes de divorciarse.
Eligió mejor a su segundo marido, el abogado y heredero del petróleo William Hale «Bill» Harkness. Según las crónicas de la época, tuvieron un matrimonio feliz, pero breve. Mientras se convertían en una de las power couples de la alta sociedad neoyorquina y frecuentaban las noches más antológicas del Studio 54, su mansión en Rhode Island, apodada The Holiday House, era el escenario de las fiestas más excéntricas.
Pero siete años después de la boda, el magnate murió y Harkness se convirtió en una de las mujeres más ricas de América, pero también en una jovencísima viuda de 39 años que terminaría casándose y divorciándose dos veces más.
Rebekah Harkness con el broche diseñado por Salvador Dalí que acaba de subastarse en Christie's. /
Harkness invirtió la copiosa herencia en estudiar orquestación, crear una fundación, una escuela de ballet que decoró con escaleras de mármol y lámparas de araña y una compañía de baile con su nombre. También podía ser una filántropa caprichosa y competitiva. Cuando el Ballet Joffrey, del que durante años fue mecenas, se negó a representar sus composiciones y a cambiar su nombre en su honor, contrató a la mayoría de sus bailarines y fundó el Harkness Ballet, un proyecto en el que dilapidó gran parte de su fortuna.
Excéntrica y excesiva, el obituario que le dedicó el New York Times llegó a compararla con María Antonieta: «Vivía a base de champán e inyecciones de vitamina B, testosterona y analgésicos». Capaz de teñir de verde al gato de los vecinos después de una discusión o de servir mousse de chocolate azul para escandalizar a sus invitados, cuenta la leyenda que en una ocasión llenó la piscina de su mansión en Rhode Island (la misma en la que hizo construir ocho cocinas y 21 baños) de Dom Pérignon. Le divertía atormentar a sus contables haciendo transacciones multimillonarias y presumía de tener su propio gurú (el famoso yogi B.K.S Yengar) y de creer en la reencarnación.
Con fama de provocadora —era capaz de tirar platos a una orquesta o de ser expulsada de un crucero por bañarse desnuda para escándalo del resto de pasaje— fue una madre tan ausente como fría. Los constantes intentos de suicidio de su hija Edith, que terminaría cumpliendo sus amenazas poco después de su muerte, jamás consiguieron despertar su interés o empatía. «¿Cómo debería hacerlo? ¿Hay alguna forma chic de morirse?», dijo en una ocasión. Su hijo Allen, que pasó una larga temporada en la cárcel después de cometer un asesinato, llegó a decir que los años que estuvo en prisión fueron, en realidad, los más felices de su vida.
Harkness murió en 1982 en su apartamento de Manhattan víctima de un cáncer de estómago. Su última voluntad había sido que sus cenizas fueran enterradas dentro de una urna decorada con mariposas, diseñada por Salvador Dalí y valorada en más de 250.000 dólares por su abundancia en oro, diamantes, zafiros, rubíes y esmeraldas. Pero el día del entierro, la obra, que el artista bautizó como El cáliz de la vida, probó tener una capacidad insuficiente y parte de los restos de Harkness terminaron en una bolsa de la compra, que su hijo tuvo que llevarse a casa. El broche (surrealista) perfecto para una vida convertida en leyenda.
20 de enero-18 de febrero
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