El mundo tenía claro que estos no iban a ser unos Juegos Olímpicos como los demás. En principio, porque llegaron a Tokio con un año de retraso debido a la pandemia mundial de covid-19. Luego, cuando asumimos las bajas por prevención o infección o las gradas vacías. Nadie podía prever, sin embargo, el giro de guión que ha terminado apuntando a la misma línea de flotación de estos Juegos y, por extensión, de todo el deporte de élite. Simone Biles, la estrella más deslumbrante de la gimnasia mundial, abandonó la competición debido a un ataque de ansiedad.
«No somos solo atletas, somos personas», adujo en la rueda de prensa. Recordemos: Simone Biles es una de las 368 gimnastas estadounidenses que denunciaron abusos sexuales a manos del exmédico del equipo, Larry Nassar. Efectivamente son personas y, además, en su caso ha de aprender también a vivir con un trauma.
En las explicaciones que Simone Biles dio al mundo, paralizado por lo histórico de su decisión, la gimnasta admitió que estaba «luchando con los demonios en su cabeza». Sobre todo, con la presión de haber ganado cuatro oros en los Juegos Olímpicos de 2016 y la expectativa de perfección a la que se enfrentaba en Tokio. Al comprobar su inseguridad en un ejercicio de salto, decidió dejarlo para no estropear la puntuación del equipo.
«Tuve que dejar a un lado mi orgullo. Además. Tampoco quería hacerme daño», explicó Simone Biles. «Al final no somos solo atletas, somos personas. Y tenemos que proteger nuestra mente tanto como nuestro cuerpo, no solo salir ahí fuera y hacer lo que esperan de nosotros. «Han sido realmente estresantes estos Juegos Olímpicos. Ha sido un año largo, así que muchas variables diferentes. Creo que estamos demasiado estresados y deberíamos estar aquí divirtiéndonos».
El abandono de Simone Biles no es un tropezón puntual ni una anécdota con consecuencias (el equipo de gimnasia de Estados Unidos ha perdido el oro a manos del ruso). Todo apunta a que estamos ante un asunto generacional que está llamado a modificar las estructuras relacionales de todas las organizaciones que pretendan llamarse civilizadas y preocuparse por el bienestar de las personas. Los centennial, la generación Z, están poniendo la salud mental en el centro del debate, también en el deporte de élite. No es casualidad que la tenista japonesa Naomi Osaka, la encargada de encender el pebetero olímpico en el Estadio Nacional de Tokio, abandonara el último Roland Garros y el último Wimbledon para preocuparse por su equilibrio mental y emocional. Más aún, Simone Biles ha explicado que se inspiró en Osaka para tomar su decisión de apartarse de la competición olímpica.
Naomi Osaka, sin duda la tenista más interesante del circuito, lidera la lucha de toda una generación de deportistas de élite para que las instituciones del deporte sean más sensibles con las cuestiones relativas a la salud mental. Osaka ya ha pedido que no se obligue a los deportistas a enfrentarse a unas ruedas de prensa que, por la presión que infringen en los deportistas, dañan su estabilidad mental. De hecho, fue sancionada por no presentarse a una de ellas en Roland Garros, una decisión que no entendieron compañeros en la élite como Rafa Nadal.
Es comprensible que los héroes del circuito no entiendan esta lucha: estas mujeres jóvenes que tratan de modificar las estructuras derriban el cliché del deportista irrompible que construye el deporte al máximo nivel. Como si esos cuerpos perfectos no estuvieran habitados por personas con emociones, sensibilidad y nervios. La industria del deporte los reduce a maquinarias físicas de exposición, pero poseen también una psique.
Puede que ahí esté la clave del bombazo viral que explotó con la medalla de plata que se llevó Rayssa Leal, una niña brasileña de 13 años. La foto era impactante, porque en el podio de 'skate street' se subieron Momiji Nishiya, de 13 años, Rayssa, también de 13 y Funa Nekayama, de 16. Unas auténticas crías. Sin embargo, fue la actitud de Rayssa durante toda la competición la que maravilló a la familia olímpica global: jamás habíamos visto una alegría, una sensación de diversión, de disfrute y de estar pasándoselo realmente bien en una competición de primer nivel. Nada que ver con la concentración, la preocupación y la responsabilidad que traslucen los rostros de los deportistas olímpicos, casi siempre más cerca del sufrimiento, las lesiones, los entrenamientos inhumanos y la presión de la competitividad que del placer.
«Todavía no lo he asimilado. Poder representar a Brasil y ser una de las más jóvenes en ganar una medalla. Estoy muy contenta, este día pasará a la historia. Intento divertirme al máximo porque estoy segura de que si te diviertes las cosas fluyen», explicó Rayssa Leal tras recibir su medalla de plata. A mediados de 2015, Rayssa Leal era una de las tantas niñas que practicaba en los parques del barrio un deporte durante años considerado underground. Tras intentar varias veces una de las figuras más difíciles de la especialidad, un 'heelflip', la brasileña lo consiguió y logró grabar un vídeo haciéndolo vestido de hada. El clip lleva casi 5 millones de reproducciones y 60 mil shares en diferentes plataformas, y consiguió que la fichara Tony Hawk, figura de este deporte y su entrenador para Tokio 2020.
Otra deportista que sí lleva la sonrisa por delante, aunque también debe experimentar todavía la presión de la expectativa de la perfección, es Adriana Cerezo, de 17 años, primera medallista española en las Olimpiadas de Tokio. Adriana se llevó la plata en la categoría de hasta 49 kilos de taekwondo y no dejó de trasmitir alegría y felicidad en toda la competición. El secreto de su alegría lo tiene su entrenador, Jesus Ramal, consciente de la importancia de su bienestar mental. «El atleta es un ser humano», ha explicado sobre sus entrenamientos con Cerezo. « Cuando logramos que disfrute con lo que hace todo es más fácil. Abrimos mejores canales de aprendizaje y su rendimiento se eleva».