A qué te dedicas?» es la primera pregunta que mucha gente hace al conocer a alguien. Cuando una persona habla de su trabajo, asociamos a ella unas cualidades y valores, y la sociedad nos devuelve una mirada determinada sobre nosotros mismos. «Un trabajo es muy definitorio. Habla no solo de la clase social, sino también de una biografía y un rutina», explicaba la escritora Yasmina Reza, hablando del proceso de creación de sus personajes. «El trabajo es el quicio de nuestra vida, porque todos trabajamos, aunque no todos cobremos», reflexiona la investigadora y consultora Nuria Chinchilla, autora de Integrar la vida (Ariel), sobre la unión entre trayectoria personal y profesional. «Pero hay muchas personas cuya única misión en la vida es la profesional y de ahí sacan todo, el aprendizaje, la diversión, la contribución al mundo», señala.
Para muchos, esa entrega proporciona un propósito a la existencia, un orden, pero también da lugar a un tipo de personas obsesionadas con su actividad, que tienden a ser malos jefes y ven a los demás como escalones de un hipotético ascenso. Su interés es que nunca se les vea un fallo o una vulnerabilidad y mantener la tensión permanente por ser los mejores, no el trabajo en sí. Suelen ser narcisistas, dominantes y con tendencia a usar el poder de modo caprichoso.
Trabajar es algo que hacemos, aparentemente, de forma automatizada para conseguir un sueldo. Sin embargo, es algo más que un medio para vivir, más que una vocación. Nos ayuda a «ganarnos una vida». Esta frase hecha encierra una importante verdad. Un empleo ocupa la mayor parte de nuestro tiempo y define nuestras relaciones. Así que, cuando desaparece, muchos lo hacen con él. Cuando esa etiqueta social se rompe, tenemos la impresión de no pertenecer ya al mundo de «los demás».
La psicóloga social británico-austriaca Marie Jahoda ya propuso en los años 30, en plena Gran Depresión, una radiografía de lo que supone el trabajo contemporáneo, más allá de los beneficios financieros que este genera. Según el análisis de esta autora, el trabajo estructura nuestros días, nos proporciona una vida social más allá de la familia y los amigos íntimos, nos enseña cómo la actividad colectiva puede más que la individual y, sobre todo, nos proporciona una identidad.
Por eso, además de las financieras, son importantes las heridas personales que provoca un despido. Un estudio del think tank norteamericano Pew Research realizado 2008, cuando comenzó la anterior gran crisis económica, reveló que el 46% de los que habían perdido su trabajo reconocían problemas familiares y el 38% sentían una pérdida total de la autoestima. La pandemia ha vuelto a poner sobre la mesa esta crisis existencial, que duplica a la económica.
«Tras un despido, se produce una ruptura vital y un duelo», explica la coach de desarrollo personal Elena Huerga. «Sin esas horas al día en el entorno profesional, que pueden ser hasta 12, nos quedamos sin anclaje. Suele pasar, sobre todo, a profesionales ambiciosos y de éxito. Hay personas que donde más brillan es en su faceta laboral. Los perfiles multidisciplinares se resienten menos».
La perdida del empleo está considerada como una de las cuatro grandes pérdidas que puede sufrir un ser humano junto a una muerte cercana, el divorcio y una mudanza. No solo sucede con los trabajos vocacionales, pues a menudo estamos demasiado cansados para cuestionarnos lo que hacemos, casi anestesiados. Ser bueno en lo que haces y esforzarse es esencial para todos, pero hay, además, un sentimiento de pertenencia especial en las miserias de la vida laboral. Basta con compartir las ganas de que llegue el viernes para sentirnos parte de algo.
Gemma Fillol, experta en creación de marca personal, que dejó la comunicación corporativa para crear su agencia de marketing «emocional y experiencial» Wow y es autora de Sé épica (Zenith), explica que lo esencial es alinearse con el talento que uno tiene. «Estamos obsesionados con la idea de estar haciendo cosas productivas todo el día, pero descansar también es hacer. El éxito esta muy asociado al dinero, pero más importante es la libertad creativa, que nos hace ser y sentirnos útiles. Lo esencial es poder definir cómo quiero que sea mi vida, mi día a día». ¿Ahonda la marca personal, esa etiqueta con la que estamos obsesionados, el problema identificando lo que somos con a lo que nos dedicamos? Fillol es categórica: «La marca personal tiene éxito solo cuando es transparente y transmite los valores y la destreza personal.
Hay que vender el talento, no el alma. El marketing basado en el poder no es duradero». ¿Entonces es posible romper ese vínculo entre profesión e identidad? ¿Podemos repensar el lugar que el trabajo ocupa en nuestra vida? Quizá una alternativa sería reemplazar la pregunta «¿A qué te dedicas?» por «¿Qué te gusta hacer para ganarte la vida?». El problema es que responder a esta pregunta será difícil para aquellos que solo se ha dejado llevar por las circunstancias vitales. No hacen lo que querían, porque ni siquiera sabían lo que querían. Otra posible vía de mejora podría cortar de raíz el anecdotario de ese comensal que acapara la conversación hablando de su semana laboral. La pregunta podría ser: «¿Qué haces cuando no trabajas?».