Durante años, fue habitual que los músicos más populares no tuvieran esposas: perjudicaban al negocio. El matrimonio entre John Lennon y su primera mujer, Cynthia Powell, por ejemplo, se mantuvo en secreto por decisión de Brian Epstein, mánager del grupo; consideraba que quitarles a las fans la ilusión de poder ser la señora de Lennon o de McCartney, Harrison y Starr provocaría un descenso en las ventas de discos. Lo que sí tuvieron las estrellas del rock con más frecuencia de lo deseado fueron viudas. Víctimas de una vida salvaje, muchos no llegaron a estrenar la treintena. Cuando eso sucedía, esas mujeres saltaban a las primeras páginas de las revistas y, entonces sí, se convertían en la pesadilla de discográficas y representantes. En calidad de herederas, exigían el respeto y las retribuciones que les correspondían a sus parejas y que, en muchos casos, se les habían hurtado. Siempre hubo excepciones.
Priscilla Presley, la viuda más famosa del panteón del rock con permiso de Yoko Ono y, durante una época, también la más acaudalada, gracias a la fortuna amasada por Elvis Presley. Aunque el matrimonio de Priscilla y Elvis se rompió en 1972, la pareja continuó manteniendo una relación cordial, como demuestra el acuerdo de divorcio. Se contemplaba que Priscilla recibiera el 5% de los rendimientos de las ventas de discos, el merchandising y la explotación de las películas del artista. En 1977, el fallecimiento del astro obligó a Priscilla a implicarse aún más en los negocios del cantante para administrar, en nombre de su hija Lisa Marie, una herencia que incluía la casa museo de Graceland, decenas de automóviles, jets privados, joyas y un catálogo discográfico que, tan solo en 2020, generó cerca de 19 millones de euros. Según cálculos de Forbes, Elvis es la quinta persona que más dinero ha generado tras su fallecimiento. Priscilla ha dado fe de ello.
La relación de las viudas del rock con la familia, los amigos, los representantes del fallecido y los demás miembros supervivientes del grupo no siempre es armónica. Algunas de ellas han tenido que sobrevivir a la pérdida con la carga añadida de la animadversión de los fans. Es más, han visto cómo se las responsabilizaba de todos los males sufridos por la estrella, desde las adicciones a su muerte, sin olvidar los baches creativos a lo largo de su carrera. El ejemplo más claro es el de Yoko Ono que, en lugar de ser vista como la mujer que acompañó a John Lennon en vida, que tuvo un hijo con él y que ha cuidado su legado después de que el 8 de diciembre de 1980 Mark David Chapman lo disparase a las puertas del edificio Dakota de Nueva York, ha sido calificada de calculadora, ambiciosa, de artista sin talento que se aprovechó de la fama de Lennon y, por supuesto, de ser la culpable de la ruptura de The Beatles. Unas acusaciones a las que la artista respondió en 2007 lanzando el disco Yes, Im a witch [Sí, soy una bruja], en cuyo tema titular decía: Sí, soy una bruja, soy una perra. No me importa lo que digas. Soy auténtica. No encajo en tus esquemas. No voy a morir por ti.
También ha sido blanco de las furibundas iras de los fans Linda Ramone, viuda de Johnny Ramone que, desde hace años, se afana por preservar y difundir la obra de su pareja y sus compañeros. La razón para tanto odio se remonta a los principios de la banda, cuando Linda era una veinteañera. Entonces era novia de Joey Ramone, cantante del grupo, al que abandonó para iniciar una relación con Johnny, el guitarrista. Joey no encajó esa ruptura y enrareció la relación en el seno de la banda que, durante años, estuvieron viajando por separado, encontrándose en los camerinos minutos antes de salir a escena y comunicándose a través de sus representantes legales. No hay límites para el odio y la incomprensión que pueden recibir estas mujeres si la estrella en cuestión se quitó la vida. Lo vivió Debbie Woodruff, viuda de Ian Curtis, cantante de Joy Division. Aún lo sufre Courtney Love, pareja de Kurt Cobain, a la que se sigue señalando como cómplice de las graves adicciones del líder de Nirvana. Las suyas propias han jugado en su contra en más de una ocasión. Por ejemplo, a la hora de justificar que su interés por controlar la obra del artista no respondía a un lucro personal, sino al deseo de asegurar el futuro de la hija de ambos, Frances Bean Cobain, de la que, sin embargo, llegó a perder la custodia en más de una ocasión por sus frecuentes recaídas con las drogas.
En todo caso, a nadie se le escapa que, en esta crítica cruel a estas mujeres juega un papel muy importante algo más antiguo que el propio rock and roll. En un ámbito en el que los hombres siempre fueron protagonistas y a ellas se las relegaba al papel de fans, groupies o musas silenciosas, aquellas que tomaban un papel activo se convertían en foco de envidias o iras. Presentadas como entes malignos que vuelven locos a los hombres, revisión de los mitos de Lilith y Eva, aquellos que ven en esas mujeres una amenaza para sus intereses económicos lo tienen fácil para dejarlas señaladas. Prueba de ello es Grazia Letizia Veronese, esposa del músico italiano Lucio Battisti que, desde el fallecimiento del artista, ha mostrado una actitud contraria a autorizar cualquier explotación de su obra que no cumpla con un mínimo de calidad, hasta el punto de recurrir a la vía judicial para hacer valer sus derechos. En consecuencia, Veronese se ha ganado la animadversión de empresarios, promotores, grupos de música, de parte de la sociedad italiana y, muy especialmente, de Mogol. El letrista del cantante hasta 1982, ha visto con desagrado cómo, en las últimas décadas, la decisión de Veronese limitaba los rendimientos de sus derechos de autor que, todo hay que decirlo, incluso en ese escenario restrictivo, no eran precisamente escasos.
La reciente muerte del baterista de los Rolling Stones, Charlie Watts, ha incorporado a esta singular lista a su esposa, Shirley Ann Shepherd, cuya actitud a la hora de apoyar la carrera de su esposo podría resumirse en una sola palabra: discreción. Casados en 1964, antes de que la banda inglesa triunfase por todo el mundo, Shirley fue una de esas esposas que tuvo que mantenerse en la sombra por el bien del negocio. Me dijeron que no llevara anillo cuando estuviera con él y que caminara algunos pasos por detrás, recordaba en un documental para Channel 4 la propia Shepherd. Aseguraba que llegó a sentirse tan desplazada por el entorno del músico, que decidió dejar de acompañarle en las giras y centrarse en la educación de su hija, el cuidado de sus perros, la crianza de sus caballos árabes y su carrera como escultora en la casa de campo familiar. A pesar de convivir durante más de medio siglo, la reserva de la pareja fue tal que, hasta la muerte de Watts, apenas había trascendido la adicción a la heroína del músico en los años 80 y de la que salió gracias al apoyo de Shepherd.
La vida al margen de los focos de los Watts-Shepherd es asumida por otras célebres viudas del rock cuando llega el momento de afrontar su nuevo estatus. Entre ellas Iman, esposa de David Bowie que, tras la muerte del artista, supo defender los derechos hereditarios de la hija en común, Alexandria Zahra Jones, sin que para ello fuera necesario enfrentarse a Duncan Jones, hijo del primer matrimonio de Bowie, al que la modelo somalí crió después de que las autoridades le ortorgaran al músico la custodia del niño tras el divorcio de su primera esposa, Angela.
Otro miembro de ese club de segundas esposas discretas es Olivia Arias, pareja de George Harrison, al que conoció cuando el Beatle estaba recién salido de la turbulenta relación con Pattie Boyd, que le dejó por su amigo Eric Clapton. Esta angelina de ascendencia mexicana permaneció junto al músico casi tres décadas, a lo largo de las cuales tuvo un hijo con él, Dhani, le salvó la vida cuando un asaltante irrumpió en la mansión en la que vivían con intención de asesinarle y lo acompañó durante el cáncer del que murió en 2001, momento en el que pasó a gestionar su imagen y su obra.
Como Arias, Gail Sloatman, esposa de Frank Zappa, también estuvo con el artista en la salud y en la enfermedad. Compartieron giras, éxitos e incluso campañas de descrédito, como la emprendida por la administración Reagan para dificultar la distribución y emisión pública de las creaciones de los músicos cuyas letras consideraba ofensivas. Para defender su libertad de expresión, Zappa presentó su candidatura a las elecciones de Estados Unidos. Fallecido en 1993 por un cáncer de próstata, Gail continuó defendiendo el legado de su pareja través de la compañía independiente Zappa Family Trust que, además de reeditar los LP originales del músico, ha lanzado varias decenas de discos con material inédito, lo que no siempre ha sentado bien a las grandes compañías ni a los fans, que no le han ahorrado graves descalificaciones. Un odio que, como relataba la propia Gail al biógrafo de Zappa Manuel de la Fuente, tenía una sencilla explicación: los celos. ¿Por qué cargan contra mí? Porque era yo la que se acostaba con Frank Zappa y no ellos. Y quienes me criticaban son casi siempre hombres. No digo más, concluía
20 de enero-18 de febrero
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