La noticia no es nueva. Los dermatólogos aclaran a quien quiera escucharlos que encasillar la piel en la categoría de grasa, seca o normal no es precisamente científico, sino una herramienta del marketing para orientar nuestras compras cosméticas. En realidad, la piel resulta de una combinación de todas esas categorías: tenemos distintos grados de piel grasa o seca en distintas zonas del rostro, una caracterización que además suele cambiar con el paso el tiempo o la exposición al sol. De hecho, esa es la razón de que nos salgan arrugas en algunos lugares y en otros, no.

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Cuanto más sabemos sobre cómo funciona la piel, menos útil nos resulta la clasificación tradicional, que además queda totalmente superada por la personalización de los productos de tratamiento. Las marcas con mayor proyección de futuro trabajan ya sobre proyectos de customización de las cremas: hoy sabemos que cada piel posee características únicas que tienen que ver tanto con la presencia de determinadas bacterias como con la información epigenética. En el futuro inmediato será el ADN el que determine la composición de las cremas, que responderán mucho más certeramente a las necesidades de la piel que la vieja clasificación que surge de la observación de su aspecto externo.

El sensor My Skin Track que ha desarrollado La Roche-Posay mide el pH de la piel y realiza recomendaciones en consonancia. De hecho, los dermatólogos que han trabajado en su creación confirman que es más relevante conocer la alcalinidad o la acidez de la dermis que si es seca, grasa o normal. Otra característica más importante es el color: determina si eres más o menos proclive a que te salgan manchas o enrojecimiento, y por tanto puedas necesitar ingredientes calmantes o desinflamantes. El estrés y el sueño también influye muchísimo en el estado de la piel, que puede volverse más grasa o seca. Está claro: categorizar de una vez por todas y para siempre la piel como grasa, seca o normal suele ser un error substancial. Evolucionemos.