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Ivanka Trump ha procurado siempre actuar como el reverso suave y diplomático del gobierno de Donald Trump: una enviada amable y elegante que jamás resulta inapropiada. Algunos analistas sostienen que ambiciona suceder a su propio padre en la presidencia, una posibilidad que se aleja conforme el presidente Trump va perdiendo apoyos en el partido republicano, a causa de sus medidas desmedidas contra las protestas que ha desatado la muerte de George Floyd en una detención policial en Minneapolis. Sea como fuere, el interés de Ivanka por continuar ejerciendo la política por la vía electoral o familiar es innegable, un anhelo que seguramente tiene mucho que ver con su sorprendente enfado ante la cancelación de su discurso de fin de curso en la Universidad Estatal de Wichita. Ivanka no tiene demasiadas ocasiones para alzar su voz y probar su distancia con las posiciones paternas y la repentina cancelación de su aparición le ha robado una oportunidad preciosa.
No es habitual que Ivanka Trump manifieste opiniones demasiado rotundas en ningún espacio público, de ahí que sorprendiera el tuit con el que se quejó amargamente de la cancelación de su discurso: "Los campus universitarios de nuestra nación deberían ser bastiones de la libertad de expresión. La cultura de la cancelación y la discriminación de los puntos de vista son la antítesis de la academia", escribió. Efectivamente: los estudiantes reclamaron la cancelación de su discurso en protesta por la reacción de su padre contra las manifestaciones de Black Lives Matter, y sus presiones dieron fruto. La decepción de Ivanka Trump fue tal, que decidió compartir en su perfil de Twitter un vídeo con el discurso que tenía pensando dirigir a los estudiantes.
Independientemente de las valoraciones políticas de este hecho concreto, y de la evidencia de que Ivanka Trump es representante de la administración Trump por mucho que quiera desmarcarse, lo cierto es que sí se está dando un fenómeno preocupante: el trasvase de la llamada cultura de la cancelación creada en las redes sociales a otros espacios como el de la política o los medios de comunicación. Si la "cancel culture" en Instagram hace que una comunidad de 'followers' disgustados dejen de seguir y comprar los productos de un artista o una influencer, en el mundo de la empresa o la política las consecuencias son más graves. Este tipo de presiones obturan manifestaciones políticas que, de no llegar a entrar en el debate político, pueden enquistarse, alimentar posiciones dolidas y terminar creando grupos de agraviados, que ya no crean en la necesidad del debate democrático.
Una corriente de cancelación (una presión sostenida y por parte de un grupo de personas suficiente) puede conseguir que se anulen actos, se paren libros o incluso que se produzcan despidos. En los últimos días, varios ejecutivos y editores de medios estadounidenses han tenido que dimitir al salir a la luz testimonios o vídeos en los que sostenían actitudes racistas. Se trata de un fenómeno que tiene todos los visos de instalarse en nuestra nueva normalidad como un efecto colateral más de las redes sociales que afectará especialmente a aquellos profesionales y empresas que dependan de su reputación online y offline. En el peor de los casos, se trata de una reedición de las mecánicas del circo romano, donde la turba decidía quién merecía vivir o morir. En el mejor, de un giro inevitable hacia lo social, sostenible y sensible de las empresas y personajes públicos. Una cosa está clara: ser famoso tiene desde ya una mayor carga de responsabilidad. Y mucha más vigilancia.