Garce Jones durante la presentación de sus 'no memorias'. /
Acudía a las fiestas vestida únicamente con un collar de huesos blancos al cuello. Truman Capote y Andy Warhol quedaban solícitos con ella al mediodía para saber el tamaño de los miembros de sus conquistas de aquella madrugada mientras ella liaba un porro mojado en algún producto químico con sus manos de ébano.
Keith Haring pintaba sobre su cuerpo las mejores de sus obras efímeras que desaparecían con el fragor de su baile de amazona sobre las barras de los clubes gays del Marais. Patinaba sobre la pista de Studio 54 con el pubis teñido de tinte fluorescente al tiempo que Bianca Jagger irrumpía sobre un corcel blanco a lo Lady Godiva… Grace Jones logró romper los límites y vivir en las fronteras, bascular entre los sexos, difuminar lo masculino y lo femenino, lo moralmente reprobable con el placer de la vida y los sentidos, lo terrenal con lo divino, trascender lo humano para ser algo casi animal. Casi andrógino. Casi extraterrestre. Nacida para pecar en un mundo en el que no existe el pecado.
Acaba de cumplir 68 años y se confirma: Grace Jones es una de las pocas supervivientes de una época casi lisérgica y excesiva. Quizá por eso nos regala sus memorias no memorias. Algo tan inclasificable como ella. Icono que no quiere serlo. Diva que se pelea con la palabra. Modelo a la que le importa un pimiento la moda. Cantante que habla. Actriz que da la espalda. 'Rara avis', nocturna que, como cuando era pequeña, "iluminaba la selva jamaicana como una luciérnaga: mis dientes y mis ojos eran lo único que se veía en el horizonte cuando caía la noche".
'Nunca escribiré mis memorias' se titulan las 400 páginas en las que la que fuera chica –mala– Bond relata su vida en un guiño a uno de los versos de su canción 'Art Groupie' (1981), porque en realidad ella nunca quiso escribir nada. La convencieron. Y porque, seamos sinceros, cuando se ha vivido de noche, los días desaparecen, y si se es incapaz de recordar cómo se ha llegado a una u otra cama, mucho menos, con quién se levanta al lado, lo que hizo y cuántas veces, los años pasan en un suspiro mezclado con humo de marihuana.
Se ha convertido en noticia, porque Grace, la Jones, nunca se caracterizó ni por ser buena ni por querer serlo. Y mucho menos fingir que lo es. Ella marcó una época. Así que, que nadie olvide que ella fue primero. Que como los clásicos de la pintura italiana, hay que conocerlos para transgredirlos. Vamos, que ha montado un pollo porque se ha despachado a gusto con las nuevas –y no tan nuevas– reinas de la música. Desde Madonna, pasando por Annie Lenox y Kylie Minogue, y ni qué decir tiene Lady Gaga, Katy Perry, Rihanna, Nicky Minaj y Miley Cyrus, a las que ha puesto a caer de un burro.
Porque cuando en abril de 1977 un templo llamado Studio 54 abría sus puertas, también se inauguraba una era tan legendaria como fugaz y excesiva en la que Grace Jones ejercía de vestal romana tan exótica como dictatorial: todos debían acatar sus deseos como si fueran órdenes y bailar... y bailar. Con el pelo rapado, sus vestidos de cota de malla, sus labios chocolate y las sienes recortadas como un militar sideral, miraba al público como si fueran sus esclavos. Eran suyos. Se movían a su ritmo.
Porque sus canciones –'La Vie en Rose', 'I Need a Man', himno gay 'ad finitum'– eran la banda sonora de algo tan etéreo como el lujo y su imagen era como la de un pantocrátor bíblico… Todo lo demás, 40 años después, sigue siendo pacato y un juego de niños incomparable a sus gestas. ¿Un beso lésbico entre Madonna y Britney Spears? ¿Subirse en ropa interior sobre una bola de demolición? ¡Vamos, por Dios!
"El problema de las mileys y las dorises es que no tienen visión a largo plazo. Siempre hay una sustituta preparada. Me dan lástima. Pierden la cabeza, el norte. Y aunque aparentan ser indómitas, no son libres. Pobres… Visten como si desafiaran al statu quo, pero esas ropas, muecas, tatuajes y pechos al aire son el 'statu quo'", dice desde la voz de la experiencia. No es prepotencia. Ni altivez. Es solo un hecho. Ella no fue una moda. Fue un estado de ánimo generacional.
"Las tendencias vienen y van. Unas quieren ser como Miley Cyrus y otras, como Rihanna. Unas, como Lady Gaga y otras, como Madonna. Ninguna de ellas me gusta, excepto por el hecho de que todas han intentado ser como yo (...). A veces roban descaradamente, otras veces se inspiran, pero lo cierto es que no hay nada nuevo bajo el sol". Es la palabra de alguien que está por encima del bien y del mal porque ella engloba ambas cosas. "En cierto modo, es como ser profesora, que es lo que siempre quise ser. Al fin y al cabo, ser profesora es pasar tu conocimiento a las que están empezando".
Pero vayamos por partes. "Nací. Sucedió el día que menos se me esperaba". Así empieza su biografía. Dos frases tan cortas como desconcertantes. Como un animal, juega a eso, a desconcertarte. Así la caza es más fácil. Grace Jones es impredecible, porque está acostumbrada a cazar.
A dar dentelladas a la vida de la manera más salvaje. Ella atribuye esta vitalidad incombustible a su dieta de vino tinto y ostras, pero quizá tenga que ver con esa cuna en la que nació. El seno de una familia jamaicana en la que su abuelo era un pastor pentecostal untraconservador que le hacía tragar con pasajes de la Biblia a golpe de sacudida de hebilla en su espalda. Una infancia marcada por la ausencia de sus padres, emigrantes en Estados Unidos, que la rescataron de aquel infierno a los diez años. Saltó de la selva isleña a la mayor jungla de asfalto, al tiempo que su madre, costurera, le copiaba los últimos diseños de Givenchy que aparecían en sus revistas.
Ella los lucía como un larguísimo palo de escoba en las ‘discos’. Primero en las de su barrio, después en las de Nueva York. A los 15 años ya había probado el LSD y antes de los 18, se había fugado con uno de sus profesores. Era evidente, estaba condenada a pecar. Eso sí, la cocaína nunca estuvo en su dieta de estimulantes nocturnos. Prefería los quaaludes y el 'popper'. Y sobre todo, el sexo, pero no sexo normal, sino dando mucho la nota.
Estudiaba entonces para ser profesora de español. No en vano en su certificado de nacimiento aparece 'Spanish town' como el lugar donde vio la luz, y ella misma, Beverly Grace Jones, asegura que de aquellas clases, le viene la vena dominatrix… Pronto se perdió entre comunas hippies y casas de hombres desconocidos… Fue entonces cuando se despojó de su primer nombre.
Alguien le sugirió que podría ganarse unos dólares sacando partido a ese cuerpo de hombre y esa cara tan poco convencional trabajando como modelo y que ese Beverly, tan dulce, había que olvidarlo. Fichó como Grace Jones para Wilhemina, no podía ser otra. Era la agencia a la que pertenecían las caras raras que cubrían los 'fanzines' más in del momento. La propia Wilhemina la vio y lo tuvo claro. No era americana y daba miedo. Pero tampoco era demasiado jamaicana. Ni tampoco era europea, claro… Quizá allí llamaría la atención. "Vete a Europa. Te entenderán mejor". Y "París me adoró", relata en su libro. Pero "no tanto por mi aspecto… Por lo chalada que estaba".
Y sí, París, como para Heminway, era una fiesta. Continua. Se enamoró de un verdadero rey del momento. Ni cantante ni músico ni actor ni modelo ni deeler ni editor o dueño de un club de moda… De un peluquero. André. Con él tuvo su primer orgasmo, porque el estilista tenía "unos dedos prodigiosos" con los que primero esculpió y pintó su cabeza y luego le hizo gozar de "un sexo de otra era, de otro sistema solar". Y así, más relajada y con el pelo corto, se fraguó la leyenda. Una leyenda que ella se encargó de aderezar.
Eran los 70, había cruzado el océano, pero seguía sin un duro. Tenía que compartir piso. Encontró uno bastante bien situado. Con dos modelos. Una, con ínfulas de actriz. Se llamaba Jessica Lange. La otra, texana, muy hortera, pero impresionante, Jerry Hall. Las tres eran como las distintas partículas que componen un átomo con potencia nuclear. Arrasaron la capital francesa como si fuera un atolón del Índico. Y lo que ganaban se lo gastaban en botellas de champán. Enlazaban fiestas privadas con discotecas, sesiones de fotos y vuelta a empezar.
A veces, olvidaban la ropa en alguna de sus paradas. "Solía ir cubierta solo con 'glitter' o con una gorra de béisbol. Nada más. Era algo muy liberador. Jerry y yo nos revolcábamos bailando por el suelo. Era algo exhibicionista. Y que Jerry siempre ha sabido divertirse de una manera feroz".
Es muy divertida una anécdota en la que Jones cuenta como una noche Michael Douglas y Jack Nicholson se presentaron a las puertas de un desfile, de Issey Miyake por cierto, con dos limusinas. Nicholson invitó a todas las modelos a subir al coche citándolas una a una a lo largo de la noche. Jones fue la única que no cayó rendida a sus encantos. Al menos, eso es lo que jura y perjura.
Y en una de esas noches desenfrenadas y sin normas, las descubrió Antonio López, ilustrador en 'Vogue' y 'The New York Times', a quien ambas le deben su reputación de mujeres indómitas. Pronto, sus nombres eran un reclamo en todas las fiestas. Eran la proposición más indecente y sorprendente. Y antes de que desfilaran para ellos, las descubrieron así, pintando en los márgenes de la noche, Yves Saint-Laurent, Claude Montana, Kenzo Takada o Armani cuando ya habían dejado boquiabiertas a todas las mentes bienpensantes del país…
Fue entonces cuando Helmut Newton la bendijo con su cámara y poco después, alguien le volvió a decir: "Tu mundo no es la moda. Es la música. Piénsalo". Y sí, la música se convirtió para ella en su verdadera y única obsesión. Ella era exhibicionista, pero "no fatua ni narcisista" y tanto trapo la estaba devorando.
"Soy ‘disco’ y soy dadá, soy sensual y surrealista, y tuve mis oportunidades para seguir el camino fácil y convertirme en estrella predecible. Pero siempre rechacé hacer lo obvio, no como otras...". Regresó a Nueva York y Tom Moulton flipó al oirla cantar. " Le dije que parecía Bela Lugosi, pero ella era muy agresiva y estaba dispuesta a conseguir lo que quería", cuenta en una entrevista el productor musical para 'The Guardian'.
Y aunque sus primeros discos fueron éxitos muy minoritarios, ella no cejó en su empeño. Tenía un templo donde darse rienda suelta y ser otra vez el ojo del huracán. Subirse a una moto entre hombres desnudos, fumarse un ‘peta’ impregnado en polvo de ángel con Divine mientras Andy Warhol miraba y ella moría de celos cuando Hall cazaba finalmente a Mike Jagger, amante de ambas, y se conformaba bailando con Michael Jackson. Según Jones los dos estaban hechos el uno para el otro y deberían haber contraído matrimonio.
Por cierto, ella no se ha casado, pero sí ha tenido un hijo, Paulo, nacido de su relación con el ilustrador y fotógrafo Jean Paul Goude, artífice de algunas de sus imágenes que han pasado a la posteridad. Y hasta es abuela. Pero volvamos a los años 70. Su imagen era tan extraña que parecía un androide caído del cielo para enamorar a hombres y mujeres, y aunque hay quien asegura que Jones se perdía entre las sábanas de los hijos de Urano y de Venus, la jamaicana mantiene en sus memorias que la única mujer con la que le hubiera gustado estar es su amiga y rival, Tina Turner.
Y pasaron los años hasta que, en los 80, Grace explotó. A finales de la década, tres álbumes disco, Portfolio (1977), Fame (1978) y Muse (1979), la convirtieron en una diva a su pesar. Era la Marlene Dietrich negra y sus apariciones en televisión eran un escándalo. Pero los 80… Los 80 fueron su momento. I Need a Man la convirtió en reina queer quizá porque tampoco podía ser de otra manera. Grace había empezado a ir clubes gays con su hermano Chris. De este dice que no es solo su hermano, sino que es algo así como su otra mitad. "Yo nací un poco más masculina, una chica con parte de la masculinidad que le faltaba a él. Y Chris tenía algo de la feminidad de la que yo carecía", revela en estas 'no memorias' tan particulares.
Sus ojos fuera de las órbitas marcaban la historia del cine en Panorama para matar (1985) donde interpretaba a May Day, una ‘antichica’ Bond que fulminaba en cada plano a un Roger Moore que temblaba como un flan. "Por favor, deja de mirarme de esa forma, con todo ese veneno", le decía Moore incapaz de superar la incomodidad de dar la réplica a una mujer más hombre que cualquiera. Algo que solo a golpe de músculo pudo superar un año antes Arnold Schwarzenegger ganando
11 kilos más de fibra para soportar mentalmente el comportamiento "agresivo" de la actriz durante el rodaje de Conan el destructor. También fueron años de equivocaciones y Jones se fue alejando de la industria. Del cine. De la música. "Tenía que comportarme como una zorra para mantener cualquier tipo de autoridad. Si hubiese sido un hombre, nunca hubiera sido considerada una zorra". Eran los 90.
Regresó 18 años después, siendo abuela, en 2008 con un álbum espectacular, Hurricane, y, desde entonces y a sus 6o y pico años, no ha dejado de trabajar. Con los más grandes. Con Pavarotti en 2002. Y hasta cantando en el jubileo de diamante de la reina de Inglaterra. Vestida de Philip Treacy y desnuda, otra vez, por Keith Haring, incluso interpretando la banda sonora original de la nueva trilogía de culto para los adolescentes: Los juegos del hambre. Su sex appeal no ha perdido ni un ápice. Ni su violencia ni su capacidad para el escándalo y para ser la loca más inmensa que ha pisado un escenario.
Es una gigante de 1,79 metros, pero su sombra es kilométrica. Pero no es una diva. No. No lo es. "Kate (Moss) me dice que soy la única performer que merece realmente ser llamada diva. Yo la respeto. Y hasta la quiero. Pero llegados a ese punto discutimos. Odio la palabra diva, porque está muy gastada. Prefiero que me llamen otra cosa. Prefiero que me llamen Jones". Exacto es La Jones.
Ya no vive en Nueva York. Ha regresado a Jamaica, donde ha establecido su base de operaciones. El lugar donde vive tranquila fuera del ruido. Eso ya no le gusta. Y allí, entre palmeras y tritones, vuelve a llamarse Beverly. Necesitaba encontrar la luz. Esa que, cuando era pequeña, despedían sus dientes y sus ojos cuando caía la noche en la isla.