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Chelsea Clinton tenía dos años cuando se embarcó en su primera campaña electoral. Su padre, Bill Clinton, aspiraba a convertirse en gobernador de Arkansas y ella y su madre, Hillary, le acompañaban de pueblo en pueblo, en cada mitin y cada evento. Con cinco años, Chelsea ya había desarrollado suficiente conciencia política como para dirigirse por carta a Ronald Reagan para pedirle que no visitara un cementerio alemán en el que había varias tumbas nazis. "Querido presidente Reagan. He visto Sonrisas y lágrimas y los nazis no me parecen nada simpáticos. Por favor, no vaya al cementerio", le escribió. Y cuando cumplió seis años, los Clinton empezaron a preparar a su hija para el ambicioso futuro que llevaban años planeando. Querían que aprendiera a encajar los ataques e insultos que recibiría su padre si un día ocupaba el Despacho Oval. Así, durante las cenas familiares, a Chelsea le tocaba ponerse en la piel de su padre mientras este le atacaba e insultaba. Al principio, terminaba aquellas cenas entre lágrimas, como contó Hillary Clinton en su biografía. " Pero, poco a poco, aprendió a dominar sus emociones", escribió su madre. Por eso, cuando Chelsea Clinton llegó a la Casa Blanca con 13 años estaba mucho más preparada de lo que podía deducirse de aquella imagen, muchas veces ridiculizada, de adolescente de pelo imposible y aspecto frágil.
Ahora, Chelsea afronta su enésima campaña electoral. Esta vez, es el turno de su madre, Hillary Clinton, que aspira a convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos, con permiso primero de Bernie Sanders, al que se enfrenta en las primarias demócratas y, salvado ese escollo, de Donald Trump, el controvertido candidato republicano. Y Chelsea está llamada a jugar un papel fundamental durante este ciclo electoral. Ya no puede esconderse. Poco a poco, la prensa ha empezado a levantar el veto sobre ella, después de haberla sobreprotegido desde que era una adolescente. La gota que colmó el vaso fue la campaña de 2008, en la que su madre se enfrentó a Barack Obama en las primarias demócratas y Chelsea, que recorrió el país de punta a punta dando charlas en universidades, no aceptó ni una sola pregunta de la prensa. Se hizo célebre –y fue muy criticada– su negativa a contestar las preguntas de un reportero de ocho años que quería entrevistarla para el periódico del colegio: "Lo siento, no hablo con la prensa. Y eso se aplica también a ti, aunque seas muy mono", le dijo.
Todo empezó cuando los Clinton llegaron a la Casa Blanca y pidieron a la prensa que respetara la privacidad de su hija. La mayoría de los medios acataron la sugerencia, aunque aquel look de adolescente nerd fue ridiculizado hasta el infinito en programas satíricos como Saturday Night Live. Pero el privilegio se alargó más de lo previsto cuando estalló el escándalo Lewinsky. Entonces, todo el mundo quiso proteger a Chelsea. «Confundida y dolida» con su padre, como la describió Hillary en su biografía Living History, Chelsea fue, sin embargo, la imagen de la entereza. Aquel verano, cuando el matrimonio Clinton parecía abocado al divorcio, voló a Washington para visitar a sus padres. Una foto de aquella visita daría la vuelta al mundo: Bill camina con la cabeza baja, Hillary oculta la mirada tras unas gafas de sol y su hija les coge a ambos de la mano. La estampa resultó simbólica: Chelsea fue el pegamento que mantuvo a sus padres unidos en el momento más crítico de su matrimonio.
El otoño anterior, había comenzado sus estudios universitarios en Stanford. Entonces, su madre volvió a pedirle a la prensa que respetaran su intimidad y la dejaran disfrutar de la experiencia universitaria. En su primer día en Stanford, 250 periodistas cubrieron su llegada al campus. Se instalaron ventanas a prueba de balas en su dormitorio y los miembros del Servicio Secreto se camuflaron vestidos de estudiantes entre el resto de universitarios de su residencia. Gracias al celo de sus padres y la complicidad de la prensa, los siguientes cuatro años fueron de casi completo anonimato para ella. En 2001, se graduó con honores en Historia. Después, huyendo de sus padres y del escándalo Lewinsky que aun coleaba, se trasladó a Inglaterra para estudiar Relaciones Internacionales en Oxford y, dos años más tarde, convertida en una joven mucho más estilosa, volvió a EE.UU. para completar sus estudios: primero en Columbia y, más tarde, en la Universidad de Nueva York.
Pero cuando llegó el momento de buscar su primer trabajo, Chelsea escogió la opción menos políticamente correcta: la consultora McKinsey & Company, famosa por aconsejar despidos masivos a sus clientes. No duró demasiado. Tampoco en su siguiente trabajo en una firma de capital de riesgo. "El dinero no es la vara por la que quiero medir mi vida en el sentido profesional", explicaría más tarde. Por fin, en 2011 aceptó un puesto en el consejo de administración de la Fundación Clinton. Ese siempre había sido el deseo de su padre, pero ella lo había rechazado. Fue, quizá, su forma de demostrar que todo estaba perdonado y que estaba dispuesta a encargarse del legado familiar. La sucesión estaba en marcha… Y la polémica servida.
Pero las acusaciones de nepotismo no llegaron por su relación con la Fundación, sino por su fichaje estrella como corresponsal de la NBC. Su paso por la cadena fue un absoluto desastre. Para empezar, porque su sueldo –600.000 dólares por hacer media decena de reportajes al año– era desorbitado y molestó al resto de trabajadores de la cadena. Pero también porque apenas se relacionaba con sus compañeros y siempre iba escoltada por un gran séquito. Además, apenas aparecía por la redacción y la broma que se contaba por los pasillos de la cadena era que se había contratado al "fantasma mejor pagado" de la televisión. Pese a los altibajos profesionales, en su vida personal, en cambio, reina la estabilidad desde hace una década. En 2010, Chelsea se casó con su novio, Marc Mezvinsky, en una ceremonia a la que asistieron 400 invitados. Hijo de dos excongresistas amigos de los Clinton, se conocieron siendo adolescentes y coincidieron de nuevo en Stanford, pero no se convirtieron en pareja oficial hasta 2005. Después de la boda, el matrimonio se compró un apartamento en Nueva York valorado en 10,5 millones de dólares. Él es un exitoso banquero de inversión que, después de trabajar en Goldman Sachs, fundó su firma de capital de riesgo. Y en 2014, llegó Charlotte, su primera hija. Hace unos días, llegaba el segundo hijo, Aidan.
El círculo íntimo de la pareja en Nueva York está formado por peces gordos de las finanzas, periodistas y artistas, como el diseñador de Burberry Christopher Bailey o Ivanka Trump y su marido Jared Kushner –ver recuadro–. Pero, ¿qué pasará con Chelsea si Hillary gana? Algunas voces ya reclaman que tanto ella como su padre abandonen sus puestos en el consejo de la Fundación Clinton mientras Hillary ocupe la Casa Blanca. Cuestión de incompatibilidades con el despacho más poderoso del mundo. Aunque por ahora se ha resistido a enfrentarse a entrevistas con preguntas comprometidas, también tendrá que empezar a dar explicaciones a la prensa. En especial, sobre las polémicas donaciones que recibió la Fundación cuando su madre era Secretaria de Estado. De momento, se desconoce el rol que desempeñaría si su madre es elegida presidenta, pero no es descabellado pensar que, de una u otra forma, termine ocupando algún puesto de relevancia. Sobre todo, porque es sabido que ella también persigue una carrera en Washington. El año pasado, confesó que estaba valorando entrar en política. De hecho, su intención de aspirar algún día a la presidencia de EE.UU. parece ser un secreto a voces. "Chelsea sería una gran presidenta", llegó a decir su padre en 2013. Solo el tiempo dirá si será la tercera Clinton en intentarlo...