Olivia de Havilland cumple 100 años el día 1 de julio. A pesar de que la leyenda siempre recordará la mala relación que mantenía con su hermana, Joane Fontaine, la vida de Olivia de Havilland ha dado para mucho más: ganar dos Oscar, cambiar las condiciones de los actores en Hollywood y ganar la legión de honor en Francia. /
No debe resultar agradable cumplir 100 años (el 1 de julio) y ver reducida tu vida y tu carrera al relato de un odio visceral. Incluso en los homenajes, tan abundantes en estos días, Olivia de Havilland vuelve a ver su nombre asociado al de su hermana, Joan Fontaine, para recordar una animadversión que resulta más rentable que redescubrir a la actriz de talento, a la mujer de carácter y a la luchadora por las libertades que acabó con la dictadura de las productoras y desafió al Comité de Actividades Antinorteamericanas.
Se requieren más méritos que ser una de las grandes damas del Hollywood dorado para ganar la Medalla Nacional de las Artes de Estados Unidos o recibir la Legión de Honor francesa. Por eso su currículo merece una revisión algo más concienzuda. A finales de los años 30, De Havilland ya era un estrella gracias a su sociedad con Errol Flynn en películas como El Capitán Blood (1935), La carga de la Brigada Ligera (1936) o Robin de los Bosques (1938), de modo que sorprendió su empeño en lograr un papel secundario en Lo que el viento se llevó, un proyecto de David O. Selznick que parecía destinado al fracaso. La actriz tenía contrato con los estudios de Jack Warner y entonces eso significaba que dependía de su voluntad, Warner dijo no.
El asunto parecía zanjado, pero no contaba con la personalidad tenaz de Olivia, quien llamó a la mujer del productor para tener unas palabras con ella. Unas semanas más tarde comenzaba a interpretar a la dulce Melanie, su personaje más recordado. Había logrado lo que pretendía, pero con un regusto amargo al haber tenido que suplicar. Tenía 23 años y estaba en la cima, de manera que pocos la imaginaban capaz de llevar aquellas veleidades libertarias más allá de alguna protesta insustancial. De nuevo la subestimaron.
E n 1943 se enfrentó sola a los estudios, interponiendo una demanda por abuso laboral que muchos de sus compañeros apoyaron con discreción. El juicio se prolongó tres años y durante ese tiempo no le dieron ni un papel. «Todos en Hollywood creían que perdería, pero yo estaba segura de ganar. Había leído la ley y sabía que lo que hacían estaba mal», recordaba De Havilland en una entrevista en The Independent. Le dieron la razón. Aquella sentencia removió los cimientos de la industria porque los actores al fin tenían el poder de decidir en el negocio.
«Lo que más me satisface es que aquella decisión judicial benefició a Clark Gable, Jimmy Stewart, Glenn Ford, Henry Fonda y todos los otros compañeros que habían estado ausentes, haciendo su servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial –explicaba la actriz–. Cuando regresaron a Hollywood, pudieron reescribir sus contratos con cláusulas más favorables».
Ella lo celebró rodando 'Vida íntima de Julia Norris' (1946), por la que obtuvo su primer Oscar. En la noche que recibió el premio comenzó a escribirse la leyenda negra que persiguió a las hermanas. Un fotógrafo captaba cómo Olivia rechazaba la felicitación de una Joan Fontaine sorprendida por el gesto. «Si una puede divorciarse de su marido, también puede divorciarse de su hermana», declaró Joan.
Sin embargo, Olivia nunca quiso entrar en una guerra que Joan pretendía disputar en la prensa con declaraciones incendiarias. Todas las recopiló en su autobiografía No Bed of Roses, en la que comienza repasando una infancia difícil sometida, supuestamente, a una hermana mayor despótica y protegida por su madre, y que continúa en Hollywood cuando su éxito en películas como Rebeca y Sospecha, con la que ganó el Oscar, exacerba los celos enfermizos de Olivia. «No hay ni una pizca de verdad en ese libro», dijo De Havilland en las únicas declaraciones que realizó sobre su contenido.
Al menos en ese relato sí se aprecian algunas inexactitudes Fue Joan la que disputó varios de los papeles que terminaron siendo de su hermana; era ella la que filtraba los rumores sobre el carácter inestable de Olivia; la que fue en busca de Howard Hughes cuando este concluyó su relación con De Havilland para jactarse de habérselo arrebatado; quien se casó con el también actor Brian Aherne, antiguo novio de Olivia, y quien utilizó la insidia como arma: «Está mal que su marido tenga tantas mujeres y un solo libro», espetó Fontaine al hablar de la boda de su hermana con el escritor Marcus Goodrich. Días después se tomaba la foto que documentaba un distanciamiento que se ha prologando el resto de sus vidas. La vida amorosa de esta actriz no fue precisamente motivo de titulares. En un entorno de relaciones efímeras, demostró cierta integridad para resistir los embates de galanes adictos a las conquistas, como Errol Flynn.
Para De Havilland fue una sorpresa leer en la autobiografía publicada por el actor en 1959 que ella había sido una obsesión y su único amor platónico. «Yo no le rechacé. Me sentía también muy atraída por él. Pero le dije que no podíamos tener nada mientras él siguiese con Lili (su esposa de entonces, Lili Damita)», reconoció Olivia en The Independent. Su compañero de reparto en nueve películas ideó los métodos más toscos para seducirla.
En una de las escenas de Robin de los bosques, las ajustadas mallas del actor hacían visible la alegría con la que Flynn se acercaba para besarla. Y durante el rodaje de La carga de la Brigada Ligera (1936), su peculiar sentido del humor llevó a la actriz hasta el llanto. Lo relataba el propio Flynn: «Olivia solo tenía 21 años. Yo tenía un matrimonio, por supuesto, desgraciado. Olivia era preciosa y distante. Yo debía de desagradarle por mis provocaciones, porque puse en práctica bromas muy escandalosas. Una vez, cuando fue a ponerse las bragas, encontró una serpiente muerta en ellas».
En la filmación de Camino de Santa Fe (1940), el deseo frustrado de Flynn terminó por agriar la relación: «Creo que estaba enfadado porque Jimmy Stewart estaba haciendo otra película en el mismo estudio y venía continuamente a verme –reveló tiempo después Olivia–. Jimmy y yo estuvimos varios meses juntos aquel año y supongo que Errol estaba celoso». El caballeroso y tímido Stewart dejó paso poco después al excéntrico y megalómano Hughes, una aventura imposible que fue la antesala de su primer gran amor y su primera boda. Compartió con Goodrich siete años de relación tranquila que tuvieron como balance un hijo en común, un nuevo Oscar por La heredera (1949) y Un divorcio razonable (1953). «Justo después de separarme, me invitaron al Festival de Cannes. Allí conocí a un francés que me siguió a Londres y luego a Estados Unidos, y que me convenció para volver a Francia con el hijo de mi primer matrimonio». De esa forma resumió el comienzo de su relación de 23 años con su segundo marido, Pierre Galante, otro escritor y también periodista que llegó a dirigir la revista Paris Match, y con el que tuvo una hija. La pareja se rompió en los tribunales en 1979, pero Olivia quiso continuar a su lado cuando supo que estaba enfermo. No se separó de él hasta que falleció.
Abandonar Hollywood no fue doloroso. Nunca sintió demasiado apego por el oropel del cine, pero la distancia resultó además un alivio cuando la obsesión anticomunista hizo de la industria un coto para la ‘caza de brujas’. De Havilland, como tantos otros, fue llamada a declarar por el Comité de Actividades Antinorteamericanas, ante el que demostró su carácter insumiso: «Me puse un vestido rojo y dije: ‘Por favor, no piensen que el color explica mi opinión política’». Aquella ironía fue lo único que obtuvieron de ella a pesar de las presiones para que se sumara a la lista de delatores.
Afincada en París desde entonces, nunca ha tenido intención de regresar salvo para rodar algunas películas menores (El rebelde orgulloso, Canción de cuna para un cadáver, Aeropuerto 77…), las propias de quien ha rebasado esa frontera de la madurez y que suma a su edad la condición de díscola. Prefirió el teatro e involucrarse en actividades culturales en su país de acogida, lo que propició que fuera la primera mujer en presidir el jurado del Festival de Cannes.
«Creo que he tenido mucha suerte por disfrutar pronto de mi retiro», afirmó lúcida en su última entrevista, el pasado febrero, tras recibir uno más de los reconocimientos que merece quien cumple 100 años con semejante bagaje, a pesar de que en este también figure Joan. Aunque tal vez sea mejor así. Nada realza tanto como un contraste acertado. Probablemente Orry-Kelly, el mejor director de vestuario de la historia del cine, tenía presente esta idea al recordar a las dos hermanas: «Qué diferencia… Eran la noche y el día. Olivia era amable, considerada, sincera, leal y rebosaba encanto. Joan dejaba el encanto para la pantalla».