Se escuchaban los tambores de guerra a kilómetros del Dolby Theather… Llegaban de Washington, de la Casa Blanca. Y todos nos preguntábamos si al acabar la alfombra roja comenzaría la batalla. Pero "business is business".
Así es que la primera decisión de los productores de la gala de los Oscar ha sido esconder el hacha de guerra para arrancar la ceremonia de buen rollo, con un Justin Timberlake levantando a los invitados, sacándoles a bailar, felices y sonrientes - lo pueden comprobar aquí -, y haciéndoles sentar con la entrada de Jimmy Kimmel para servirle en bandeja el primer chiste de la noche (al fin y al cabo lo que se busca en un show es una 'standing ovation’, es decir, la ovación con el público en pie.
Se nos había anunciado que 14 guionistas firmaban el monólogo inicial, lo que hacía presagiar una entrada grandiosa, al menos en tiempo. No lo ha sido, en tiempo, digo, pero sí ha tenido momentazos brillantes: Jimmy ha jugado con la idea de limar asperezas, de unir al país y a “esos 250 países que nos ven y ahora nos odian”.
Y ha ido matizando el buen rollito con certeras ironías para las partes implicadas: recordando que Hollywood también discrimina, no por religión o nacionalidad, sino por edad o peso (un chiste pero una verdad como un templo), resumiendo el cinismo de la lucha racial ("los blancos han salvado el jazz y los negros, la NASA") y pidiendo un inmerecido aplauso para la sobrevalorada Meryl Streep, rematado con una pregunta sobre el vestido de la diva –"¿Llevas un Ivanka?"–, sin duda una puñalada trapera dirigida a ese hombre "que mañana resumirá la ceremonia con un tuit escrito en un apretón intestinal".
Jimmy ha preferido sacar el hacha poco a poco. Menos golpes pero más certeros: "Por favor… noticias falsas, no; bronceados falsos, no". Pero entre chiste y chiste, la Academia también ha buscado momentos emotivos para provocar la lagrimita del espectador.
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