Teresa Rivero en una de las últimas imágenes que se tienen de ella, el pasado mes de diciembre. /
A finales de año, sin hacer mucho ruido, Teresa Rivero hizo las maletas y dejó atrás Madrid. La orden de desahucio de su casa madrileña de Aravaca, la que ha perdido por las estafas y los negocios turbios de su marido y sus hijos con Nueva Rumasa, no se ejecutaba hasta febrero, pero ella se marchó a su Cádiz natal.
Teresa no ha vuelto. Más que nada por la crisis del coronavirus. Y porque se encuentra al resguardo en Jerez de la Frontera, en casa de su hija Paloma. Allí lleva una vida discreta. Sin que sepa nada de ella. Alejada también de las visitas a la cárcel a sus hijos, prohibidas en estos tiempos que corren por razones obvias de la posibilidad de contagios.
A sus 85 años, no tiene un inmueble de su propiedad. Tampoco pensión alguna. Y sus seis hijos varones cumplen c ondena por estafa. José María Ruiz-Mateos, su difunto esposo y hombre que tuvo una relación paralela extramatrimonial fruto de la que nació esa hija número 14 a la que se ha tenido que incluir en el reparto de la herencia, dejó fuera de los negocios a sus hijas. Su mentalidad, demasiado clásica, así le hizo tomar esta decisión de la que, hoy, ellas deben alegrarse por lo que se han quitado de en medio.
Alejada de los medios desde hace años y con ese sentir de que tan solo le queda Dios, como repetía las últimas veces que se le ha acercado algún reportero cuando acudía a la compra o a misa, Teresa busca paz y tranquilidad. Y si necesita que alguien la defienda, su hija Paloma es la indicada.
Ella fue la que le tiró una tarta a Isabel Preysler a las puertas del ginecólogo cuando estaba embarazada de Ana Boyer. Paloma fue la hija díscola de un matrimonio, a los ojos de la opinión pública recto y perfecto (hasta que se descubrió el verdadero pastel: el del engaño de Ruiz-Mateos). Hoy es la que se encarga de que su madre puede disfrutar de sus últimos años de vida alejada de las polémicas que siempre han rodeado a la familia.