Adicciones, infidelidades, depresión y la mayor fortuna del mundo: la triste historia de Cristina Onassis, la mujer que lo tenía todo pero estaba consumida por la soledad

Sus muñecas vestían de Dior y los ponis con los que jugaba eran purasangre de la familia real saudí. No había capricho o exquisitez que no tuviera a su alcance. El mayor de todos que su nombre figurara en la cubierta del yate más grande y lujoso del mundo, el de su padre, el armador griego Aristóteles Onassis. Pero su soledad lo devoraba todo.

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Elena Castelló
Elena Castelló

Como una princesa deprimida y con problemas al más puro estilo Charlène , Cristina Onassis era una niña consentida y triste, pero a la que nunca habían prestado atención. Su malestar se traducía en adicciones a la coca-cola y a las barritas energéticas. No había nada que pudiera colmar el hecho de no haber sido una niña deseada por sus padres. Aristoteles le había pegado una brutal paliza a su madre, Tina, estando embarazada, una noche en que había llegado borracho a casa. Quería que su madre abortara, porque ya tenía un heredero, Alexander.

Cristina y su hermano Alexander crecieron en manos de institutrices, viajando entre las mansiones de los Onassis, de París a Atenas, de Atenas a Antibes, de Antibes a la isla de Skorpios. No tenían ningún control, nadie se ocupaba de ellos. En aquella época, los años cincuenta, lo único que preocupaba a Aristóteles Onassis era consolidar sus negocios y aumentar su multimillonaria fortuna. Tina, su madre, era hija del armador griego Stavros Livanos y una mujer acostumbrada a una inmensa riqueza, que se convirtió en una de las «socialités» más deslumbrantes del momento. Era cosmopolita, y caprichosa. Adoraba a su hija, a la que llamaba «mi ángel», pero nunca renuncio a nada por ella. Onassis y Tina se llevaban más de 20 años. Ante las infidelidades de él, acordaron hacer vidas separadas. La condición de Tina: que los «affairs» de su marido nunca salieran a la luz.

Cristina y su hermano Alexander crecieron en manos de institutrices. No tenían ningún control, nadie se ocupaba de ellos. / Getty images

Pero el arreglo de Tina y Ari no duró mucho. Una noche, cuando Cristina tenía ocho años, su madre los despertó a ella y a su hermano para que hicieran rápidamente sus maletas. Estaban en el yate Cristina. Tina había decidido romper el matrimonio tras observar cómo Aristóteles había recorrido Europa, ese verano, del brazo de María Callas y se había sentido humillada. El verano siguiente solicitó el divorció en Alabama, Estados Unidos y un año después, en 1961, se casaba con el Marqués de Blanford y se instalaba en el castillo de Blenheim, el más grande y hermoso de Inglaterra.

Cristina se había pasado un año llorando, tras el divorcio de sus padres. Pero la vida le tenía reservada una época de felicidad. Tanto ella como su hermano Alexander descubrieron dos cálidos amigos en sus nuevos hermanastros, Charles y Henrietta, los hijos del nuevo marido de su madre. Esos años estuvieron llenos de alegría y calor,. Terminaron cuando Cristina fue enviada a estudiar a un internado Suizo, donde solo aguantó un año. Tina y el marqués de Blanford se divorciaron en 1971. Y dos años después, llegó una nube negra de desgracia que azotó sin descanso a la familia.

Christina enfermó de bulimia y pasaba del sobrepeso extremo a una pérdida brutal de kilos practicando estrictas dietas. / Getty images

Primero, fue Alexander, al que Cristina adoraba: murió, en 1973, en un accidente aéreo con sólo 24 años. Aristoteles Onassis jamás se repuso del golpe. Christina enfermó de bulimia y pasaba del sobrepeso extremo a una pérdida brutal de kilos practicando estrictas dietas. Tenía insomnio y no podía dormir sola. Un año después, en 1974, ocurrió la muerte de Tina, su madre: la encontraron en su cama, en Paris, muerta de una sobredosis. Y, al año siguiente, falleció Aristóteles consumido por la miastenia, en un hospital de Paris. Cristina, que tenía 24 años, odiaba a su viuda Jacqueline Kennedy Onassis , y entonces empezó una feroz negociación por la herencia en los tribunales. Cuando terminó, Cristina se convirtió en la mujer más rica del mundo, con solo 25 años. La fortuna de Onassis rondaba el billón de dólares y la integraban cientos de empresas, medio centenar de barcos, unas líneas aéreas y lujosas propiedades por todo el mundo, entre ellas una isla privada en el mar Jónico. Cristina heredó la mitad.

Pero el sufrimiento de la heredera no terminó. Al contrario, se acentuó. Volvió a las brutales curas de adelgazamiento y se modificó los rasgos faciales mediante cirugía estética. Fue de matrimonio en matrimonio y de fracaso en fracaso. Su primer enlace había tenido lugar, con apenas veinte años, con el hombre de negocios norteamericano, Joseph Bolker, que le llevaba veinte. Su padre entró en cólera, pero no consiguió nada. El matrimonio se deshizo a los nueve meses.

El segundo candidato llegó, en 1975, justo después de morir su padre. Era Alexander Andreadis, el heredero de una rica familia griega. El divorcio se firmó solo 14 meses después. Su tercera relación matrimonial fue con un agente naviero ruso, Sergei Kousuv, del que se dijo que pertenecía a la KGB. La boda tuvo lugar en 1978 y el divorcio tampoco tardo en llegar: el matrimonio duró un año. Su cuarto y último marido fue el empresario suizo Thierry Roussel, con el que tuvo a su única hija, Athina, en 1985. La relación fue igual de efímera que las demás, porque Cristina descubrió que él había tenido un hijo con su amante.

Cristina era una mujer inteligente, con gran sentido del humor, brillante y generosa con sus amigos. «Sólo quiero que me amen por mi misma y no por mi dinero», confesó en una ocasión. «Es sencillo». Pero no lo era tanto. Sus excentricidades fueron en aumento. Entró en una espiral de adicciones a las anfetaminas, a las píldoras para adelgazar, a las pastillas para dormir, pero también a cosas como el chocolate, el caviar, los refrescos o las trufas. Pedía que se las trajeran, desde cualquier rincón del mundo, en su avión privado para poder degustarlos en su apartamento de París. Cuando terminaba una relación, se sumía en una profunda depresión. Entonces llegaba rápidamente otro romance con el que olvidar el anterior. Necesitaba un hombre al lado para sentir que su vida tenía un objetivo.

A Cristina le encantaba pasar temporadas en Argentina, el país al que su padre había llegado con 100 dólares, en los años veinte, y donde había iniciado su fortuna. Allí tenía numerosos amigos. El 20 de octubre de 1988, se instaló, a 30 kilómetros de Buenos Aires, en el exclusivo Club de Campo de Tortuguitas, en casa de su amiga Marina Dodero. Se había propagado el rumor de que iba a casarse por quinta vez con el hermano de Marina, Jorge Tchomlekdjoglou. Cristina se encontraba en un buen momento. Tenía 37 años, había perdido peso y estaba feliz con hija Athina, que tenía entonces tres años. Una mañana, su «nanny» griega, Eleni, que iba a todas partes con ella, la encontró en la bañera de su dormitorio, inmóvil. La conclusión oficial fue que había muerto de un ataque cardiaco. Hubo quien desconfió y pidió nuevas autopsias, pero no aclararon nada. Su muerte sigue siendo un misterio. Su hija Athina se convirtió en la niña más rica del mundo y Cristina está hoy enterrada en la isla de Skorpios, junto su hermano, Alexander y su padre Aristóteles.

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