La vida de Iris Love se puede definir por sus pasiones: adoraba la arqueología, los perros a los que criaba para participar (y ganar) competiciones, y sus dos grandes amores. La primera fue la columnista Liz Smith, la segunda, la baronesa italiana Bice Brichetto, por quien lo dejó todo para cruzar el charco y vivir la que fuera, tal vez, la aventura de su vida. Y eso que se hizo famosa por descubrir el templo perdido de Afrodita, en Knidos, despertando el interés de Barbra Streisand en la arqueología. O de Bianca y Mick Jagger, quienes viajaron hasta la zona, en la actual Turquía, para felicitar a la neoyorquina. La vida de Love fue fascinante no solo porque se sintiera tan cómoda entre las páginas de la prensa rosa como entre científicos, sino también porque desafió todas las barreras de género que pudo en su época.
De cuna nada humilde, la infancia de nuestra protagonista transcurrió en Nueva York, rodeada de la mejor educación que pudieron darle sus padres: tuvo una institutriz británica que la instruyó en las lenguas clásicas de forma precoz y estudió en los mejores escuelas de Nueva York, donde a menudo era juzgada por sus orígenes judíos. Su padre fue Cornelius Ruxton Love Jr., un diplomático e inversor bancario que se casó con Audrey B. Josephthal, una heredera del mundo del arte, hija de Edyth Guggenheim.
Cuando le tocó estudiar, lo tenía claro: Bellas Artes en la Universidad de Nueva York, donde terminó de forjarse la pasión por la arqueología que había nacido fruto de su herencia artística familiar –por la rama Guggenheim– y la ardua labor de formación clásica que le había impartido su institutriz. Durante sus años como aprendiz, ya había protagonizado titulares, además de los del papel cuché, por sus atrevimientos científicos: identificó varias falsificaciones en el Met. Pero no quiso quedarse ahí.
Su fijación pronto se centró en la antigua ciudad griega de Cnido, que ahora pertenece a Turquía, donde se creía que se encontraba perdido el templo de Afrodita de Praxíteles, que ella se propuso encontrar. Y eso fue lo que hizo exactamente. Iris Love y su equipo de «amazonas» –como describió la prensa a sus compañeras de forma peyorativa por el hecho de ser mujeres– descubrieron el templo de Afrodita que hizo famosa a la ciudad en el mismo verano de 1969 en que Neil Armstrong pisó la luna. Y Love convirtió el mito en verdad.
Era una hazaña demasiado grande para destacar el intelecto de una mujer,o así lo consideró la prensa del momento a juzgar por la forma en que desvió la atención: fue conocido como el descubrimiento de la «Indiana Jones en minifalda». También hubo otros titulares un tanto más locuaces, como «Love Finds Temple of Love» (Amor encuentra el templo del amor), que atrajeron a figuras como Bianca y Mick Jagger al lugar de los hechos, para felicitar a la propia Iris en persona y a quienes dio una clase magistral de historia clásica.
Después de aquello, su presencia en el papel cuché por sus fastuosas fiestas continuó aumentando, además de su reputación como arqueóloga: cuenta la leyenda que Barbra Streisand llegó a pedirle clases del héroe griego Agamenón. Más que erudita en la materia, descubrió tan solo un año después de su gran hazaña un trozo de la cabeza de Afrodita de la famosa estatua perdida de Praxíteles oculta en el sótano del British Museum. El hecho enfureció al propio museo, pues además la aristócrata lo mencionó antes a la prensa que a la institución.
Su vida amorosa fue casi tan intensa como su afán por la arqueología y combinaba ambas pasiones con las fiestas de la alta sociedad. Su gran amor fue la columnista rosa Liz Smith, quien escribió que se enamoró de ella en una fiesta de 1977, por ser «una científica revestida de Givenchy con nombre de estrella de cine», además de por su intelecto, su gusto por una buena fiesta, su energía y su falta de interés en la cultura pop. Con ella se instaló en una relación romántica que consumaron en un apartamento de la zona más codiciada de Nueva York: el Upper East Side.
Toda la ciudad conocía y adoraba a Iris, pero la caprichosa académica aristócrata posó su mirada casi al otro lado del planeta e hizo las maletas. La culpable era la baronesa italiana Bice Brichetto que se dedicaba al mundo del arte y al diseño de moda. Por ella dejó a Smith durante largas temporadas y a lo largo de 15 años, hasta que Liz no pudo más, encomendándole a sus perros, que merecen mención aparte.
Sus 45 canes dachshund –también conocidos como perros salchicha– fueron su tercera gran pasión. Con ellos jugó a dedicarse a ser criadora, participando y ganando competiciones alrededor del mundo. El encuentro animal más famoso de Manhattan era el que organizaba ella, naturalmente. Bajo el nombre Westminster Dog Party at Tavern on the Green, reunía a más de 500 personalidades de la alta sociedad y constituía la extravagancia canina en su máximo esplendor: moldes de paté con la forma de sus mascotas, esculturas de hielo con forma de bocas de incendio e invitados disfrazados. No sorprende que su atuendo favorito fuera el de Cleopatra.
Pero lo cierto es que nunca se olvidó de su primer amor, la arqueología, y fue reconocida allá donde fue por sus hazañas en la materia. Además de sus generosas contribuciones para preservar valiosos objetos. «Elevó la arqueología a un nuevo estrato de la sociedad», asegura sobre Love al diario New York Times Carlos Picon, un experto en antigüedades del Met. A propósito del tema, a sus dachshund les llamaba como los descubrimientos y seres mitológicos que tanto le fascinaban, uniendo de forma poética sus dos grandes aficiones, de las que hizo una forma de vida digna de admiración. En 2020, los 86 años, la covid se la llevó por delante y el exclusivo centro médico de Manhattan en el que ingresó no pudo hacer nada por salvar su vida.