Fue, y sigue siendo, la Faraona, un descriptivo que difícilmente superan otras folclóricas. Puede que hubiera voces más grandes, pero ninguna tuvo más carisma que Lola Flores, la hija de Pedro el tabernero y Rosario, nacida en enero de 1923 en Jerez de la Frontera. A los cinco años ya cantaba sobre el mostrador del bar de su padre las coplas de moda y montaba un escándalo, rabietas tremendas, si no le aplaudían como esperaba. Ya se le veía ahí su carácter: aquella niña no iba a esperar a que le concedieran nada, iba a cogerlo. De hecho, a los 13 años Lola ya andaba en los escenarios y supo llamar la atención de Manolo Caracol, que la enroló en su compañía cuando aún no tenía 15. La acompañaba su madre.

En el primer viaje al que su madre no pudo acudir, Lola Flores inició su primera relación con un guitarrista que, dicen, la dejó embarazada (tuvo que abortar). Un papelito en el cine convenció a toda la familia para mudarse a Madrid, donde madre e hija llegaron a pedir puerta a puerta y, dicen, la joven Lola tuvo que prostituirse para poner comida sobre la mesa. Su rico mecenas le hizo otro regalo: pagarle un espectáculo con Manolo Caracol, su descubridor, con el que inició un romance épico y un tándem profesional de gran éxito. Aquel show arrasó la escena durante cinco largos años y les convirtió en leyenda.

«Ya en los ensayos yo sentía un mareo, estaba ciega, como si tirara de mi un enorme imán que me arrastraba», contó Lola Flores en sus memorias. «Me di cuenta de que de alguna manera estaba enamorada de él desde chica, cuando cantaba sus canciones, paradita en el mostrador. La pasión nos quemaba a los dos y ni siquiera me importaba ese hombre que estaba a mi lado y había cumplido el sueño de mi espectáculo propio».

El romance entre Lola Flores y Manolo Caracol fue pura pasión. «Vivíamos una vida violenta y maravillosa», admitió ella. «Noches de vino y canto. Éramos los dioses de la madrugada. Amanecíamos viendo el sol como dos adolescentes, a pesar de que él me llevaba 20 años. Si pasábamos por una joyería y yo me hacía la que no quería mirar las vidrieras, me decía: ¡Anda, entra a comprar ese brillante! También tengo que decir que entraba como una cordera, compraba el brillante que más me gustaba y... lo pagaba de mi bolsillo».

No todo fue miel. De hecho, las peleas eran tan habituales como las noches de pasión. Comenzó a correr el rumor de que Manolo Caracol pegaba a Lola Flores. Para empeorarlo todo, Lola volvió a quedar embarazada y, de nuevo, decidió abortar. Y terminar la relación. «Me quité un par de embarazos y lo hice a conciencia, porque no quería parir hijos sin casarme por la Iglesia y ofrecer un hogar a mi familia», confesó ella en sus memorias. «En mi primer aborto, mi cuerpo se llenó de un dolor extraño y la boca de un sabor amargo, que no olvidaré mientras viva«.

Una gran gira por América cayó providencialmente en la biografía de Lola Flores, que se embarcó en una gran viaje de 19 meses por las más importantes capitales del continente, de Nueva York a Buenos Aires. La recibían como a una gran estrella y ella vivió su primer gran tour como una verdadera diva. «Yo me sentía libre y no tenía que dar cuentas a nadie. Y, además, virgen sólo ha habido una y no he sido yo, sino la Virgen María», admitió ella en sus memorias. En México vivió un romance con Ricardo Montalbán y en Buenos Aires pasó dos días enteros encerrada en el hotel con el galán del momento, Carlos Thompson. Arrasó.

A su vuelta, Lola Flores se encaprichó de un jugador de fútbol del Barcelona, Gustavo Biosca, que entonces ya mantenía una relación con la que poco después se convertiría en su esposa. Se veían a escondidas en los hoteles, mientras Lola trataba de romper su noviazgo. Incluso sedujo a un jugador del Atlético de Madrid, Coque Benavente, para ponerle celoso y que dejara a su mujer. No lo consiguió, así que continuó con su 'flirt' madrileño que, por cierto, también estaba casado. Hasta se lo llevó a su gira por México, en calidad de productor, interrumpiendo su temporada.

A su vuelta, la cruda realidad no tardó en enfriar la relación de Lola Flores con el centrocampista del Atlético de Madrid. Ella tuvo que pagar la multa que le impuso el club por desaparecer y templar ánimos para que la carrera de Benavente no se fuera por la borda. Al final, el futbolista volvió con su mujer y recuperó su prestigio, mientras Lola continuaba con su fulgurante carrera sobre los escenarios y en el cine. No es cierto que, por estas fechas, un crítico de 'The New York Times' dijera sobre ella: «No canta ni baila, pero no se la pierdan». Y, sin embargo, la frase captura su magnetismo a la perfección.

Cuidado, porque no fue esta la historia de amor más complicada de Lola Flores, especialista en amores difíciles. Su flechazo con el guitarrista Antonio González, el Pescaílla, supera lo dicho. De hecho, casi desató una guerra con el poderoso clan de los Amaya. El músico tenía una niña de tres años con Dolores Amaya, sobrina de la bailaora Carmen Amaya. Por la ley gitana estaba obligado a ocuparse de ellas, así que vivían con la familia de él en Barcelona. Además, era padre de otro hijo con la bailaora Carmen Santos, que actuaba en la compañía de Lola Flores y había sido el primer y único amor de Manolo, el hermano de Lola que murió con 16 años. Aún no se acaba la cosa: antes de solucionar este enredo, Lola también se quedó embarazada de Antonio.

En julio de 1958, Lola Flores volvió a coger lo que deseaba de la vida y, contra viento y Amayas, le pidió matrimonio a Antonio González en la terraza del hotel Lido de Venecia. Se casaron en secreto y a las 6 de la mañana en El Escorial, después de que el clan de los Amaya le pegara una paliza al padre de Lola Flores a la puerta de su padre en la calle Povedilla de Madrid. Como no podía ser de otra manera, la cantante no se casó ni de blanco ni de largo. Eligió un vestido de encaje de Asunción Bastida de color gris perla y lo llevó con mantilla, guantes y zapatos del mismo color. Ante la insistente pregunta del sacerdote de su alguien conocía algún impedimento para que el matrimonio se celebrara, Lola Flores contestó: «Cállese, padre, no vayamos a liarla a última hora».