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A medida que se van relajando las costumbres y la vestimenta en todos los estamentos de la sociedad –especialmente en el Congreso, pero también en las calles–, paradójicamente la opinión pública se está haciendo más exigente con el protocolo y la etiqueta. Detalles a los que las Casas Reales no dan importancia se convierten en titulares y en una batalla en las redes.
Hace un mes le tocó a Melania Trump, por haber sido demasiado amable con doña Letizia en la Casa Blanca y haberla besado, a pesar de que la Reina suele saludar con dos besos a las primeras damas, excepto que su anfitriona sea la Reina de Inglaterra, a la que deja elegir el saludo. Ahora ha sido Donald Trump quien se ha llevado el chorreo por sus gestos en Windsor.
Trump cometió un fallo censurable, hacer esperar diez minutos a Isabel II, pero también se le criticó por no haber hecho una inclinación de cabeza ante la monarca, algo que en realidad no se le requería, pues se trataba de un saludo entre iguales, dos jefes de Estado, y si lo hubiera hecho por cortesía, habría suscitado críticas en Estados Unidos. Tampoco Obama lo hizo en su día.
Pero el motivo fundamental de la bronca a Trump fue por haberse adelantado a la Reina de Inglaterra cuando empezaron a pasar revista a las tropas en la ceremonia de bienvenida. Lo cierto es que hubo un momento de confusión y ni Isabel II, a pesar de su experiencia, ni el presidente actuaron con mucha decisión. La reina se quedó rezagada e intentó ponerse a la izquierda de su invitado, luego corrigió y regresó a la derecha –donde debía estar–, y Trump se paró en seco cuando la perdió de vista hasta que Isabel II volvió a aparecer a su lado.
Hay fallos de protocolo que no tienen ninguna trascendencia, y otros que pueden dejar sin almorzar a gran parte de los invitados. En los anales del protocolo mundial aún se recuerda el error garrafal cometido hace casi 30 años en una Cumbre Francófona en París, cuyos responsables gastronómicos sirvieron en una comida de gala una especialidad local a base de cerdo, sin pensar que dos tercios de los Estados invitados eran musulmanes.
A veces se califica de fallo de protocolo a la mala educación o a los gestos visiblemente hostiles. «El protocolo es un coñazo, pero son las formas», decía el periodista Jaime Campmany, cuando contemplaba cómo la llegada de la democracia había diluido los usos y costumbres de la etapa anterior.
Pero no fue Felipe González, con sus trajes de pana, sino José María Aznar el presidente del Gobierno que se llevó más tirones de oreja por saltarse las normas. Primero, por haber aparecido en el desfile militar de 1999 enfundado con una gabardina que le protegía de la lluvia, junto al Rey, a cuerpo, y aquella imagen salió en todos los periódicos. Y, poco después en La Habana, donde se quitó la chaqueta y se quedó en mangas de camisa en presencia de doña Sofía, que soportaba estoicamente el calor.
Casi 20 años después, Aznar fue superado por Pablo Iglesias, que acudió a una audiencia con don Felipe con 20 minutos de retraso, con pantalones vaqueros y empezó a tutear al Rey. Otros políticos de su generación, como Pedro Sánchez y Albert Rivera, son más respetuosos con la etiqueta, y han estrenado ya el frac en las cenas de gala del Palacio Real.
También la Reina ha sufrido errores de protocolo. En 2012, cuando aún era Princesa, un diplomático de la República Democrática del Congo extendió la mano para saludarla en la recepción al Cuerpo Diplomático acreditado en España, pero cuando doña Letizia fue a estrecharla, éste la retiró rápidamente y no hubo saludo. Todo fue un malentendido sin consecuencias por los nervios del diplomático.
En otra ocasión, durante un viaje a Perú, los responsables del protocolo enviaron a doña Letizia por detrás de la tribuna de la prensa mientras el Príncipe cruzaba por la alfombra roja hasta el Palacio presidencial. El anfitrión, Alán García, se dio cuenta del fallo y, mientras sonaban los himnos, la llamó, la saludó y la invitó a recorrer la alfombra con ella del brazo. Un gesto espontáneo que enmendó el error sobre la marcha.
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