Ni el sol lució esplendoroso para fotografiar a los novios, radiantes en todo caso, a la salida de la iglesia de san Francisco de Borja. Hasta ese punto pudo llegar la obsesión de José Luis Martínez Almeida (48 años), alcalde de Madrid, por tener una boda castiza pero no gastiza. Si hubo relumbrón, lujo o exceso, quedó para el convite híper privado posterior, en la finca El Canto de la Cruz, casa de Teresa de Borbón-Dos Sicilias , abuela de la novia.
A pie de calle, con el tráfico en todo su esplendor y sin músicos, flores o moqueta introductoria, la boda del año podría haber sido la de cualquier vecino. El novio llegó en un Volvo familiar. La novia, Teresa Urquijo (27), en un Mercedes del todo ejecutivo. Por no haber no hubo ni pétalos ni arroz. Apenas unos granos que, como gracieta, tiraron los periodistas.
El alcalde, más listo que el hambre, intuyó con buen criterio que muchas bayonetas podrían esperar cargadas ante un posible despliegue de poder municipal. No está el horno de Madrid para muchos más bollos y mucho menos para gritos incómodos con la plana mayor del Partido Popular, con Isabel Díaz Ayuso y Feijóo al frente, y la familia del rey presente.
El trabajo de los servicios de seguridad fue, en este sentido, impecable. Solo se escucharon vivas y aplausos entre los vecinos y curiosos. Martínez-Almeida los mantuvo a una distancia amable, tras unas vallas. Pero no interrumpió el tráfico ni convocó a la policía montada. Los invitados, excepto los Borbón y los novios, llegaron andando.
El templo fue elegido por razones sentimentales: allí se casaron los padres de José Luis Martínez-Almeida, Rafael Martínez-Almeida y Ángela de Navasqüés, ambos fallecidos. Ofició la ceremonia Andrés Ramos Castro, amigo personal del novio y secretario general adjunto de la provincia eclesiástica. Parece que la música fue especialmente acertada, con pasacalles de Madrid, alguna pieza clásica de Boccherini y una canción del grupo Hakuna.
La estampa de la familia del alcalde, con Casilda (madrina) , Ángela y Magdalena evidentemente exultantes de felicidad, enternecía demasiado como para ejercer de policía de la etiqueta nupcial. Aún así, las tres hermanas Martínez-Almeida merecieron la comparación más graciosa e inofensiva en Twitter: las asemejaron a las icónicas brujas de 'Hocus Pocus'.
La boda podía haber sido un 'stunt' de marketing político, publicidad y autobombo para nota, pero al desvestirse de cualquier tipo de pompa frustró la expectativa de cronistas, críticos y oposición. Asistieron hasta los próximos duques de Alba, probablemente los aristócratas más caros de ver de nuestro Gotha, pero como si no hubieran ido.
La desnudez del escenario y la llaneza de los novios terminaron subrayando lo único importante: la pareja lució genuinamente abrumada, nerviosa, ilusionada y, finalmente, aliviada. Por no pasarse de frenada el novio vistió frac gris y la novia, un reformulado vestido histórico pero sin tiara. No es que fuera guapos, iban felices. «Espero llorar menos que la fuente de Neptuno», dijo el novio.
Lo comentaban las consabidas «fuentes cercanas» a Almeida que prefieren mantenerse en el anonimato para los digitales: Martínez-Almeida confesó que no quería una boda como la de la hija de José María Aznar y Ana Botella en El Escorial y lo consiguió. Nadie podrá decir que Teresa Urquijo quiso ser una tercera infanta (como se dijo de Ana Aznar) o una nueva Letizia (el fantasma que persiguió a Tamara Falcó).
Más entrañable que empoderado, el novio resopló, se confesó nervioso y feliz y hasta le cogió al bastón al rey Juan Carlos cuando este lo dejó caer al suelo para darle la mano. En su boda, fue más Pepito (o Pepelu, como le llama Esperanza Aguirre) que el alcalde de Madrid. Sin la máscara política, brilló el inteligente novio, astuto hasta para recibir a los invitados subido a un escalón que le hacía ganar unos preciados centímetros.
Las personalidades del mundo de la aristocracia, la política y el fútbol que se congregaron en la boda de Almeida y Urquijo fueron absolutamente engullidas por la confusión de estilo que se vio en la entrada de la iglesia. Hubo invitadas excelentemente vestidas (Sofía Palazuelo, duquesa de Huéscar, o la omnipresente Luisa Bergés) que sucumbieron ante la aparición de una marea de looks de estilos inclasificables.
En la boda de Almeida y Urquijo hubo incontables looks casi playeros, camisolas de señora en chiringuito ibicenco, tocados en lo más alto de las cabezas o guantes de piel y estolas de pelo coronando looks veraniegos. El abigarramiento del conjunto, donde destacó el dorado, el boho castizo bautizado 'pijippy' y algún que otro guiño retro, fue lo que terminó de quitarle a la boda del alcalde de Madrid cualquier tipo de ringorango. Quién quiere ser elegante pudiendo ser uno mismo.
Fue una boda, efectivamente, campechana. Una estrategia ampliamente perfeccionada por el rey Juan Carlos que José Luis Martínez Almeida llevó a su boda con buen tino. El espíritu de comunión popular de los Borbones lo impregnó todo, con un rey Juan Carlos encantado de la vida y una infanta Elena de lo más sonriente , incluso parapetada por esas inexplicables gafas afiladas que, en versión ciclista, también luce simpáticamente la princesa Ana de Inglaterra.
La infanta Cristina volvió a dar una lección de estilo gracias a su amigo Caprile y lució maquillaje y peluquería profesional, detalle mucho más exótico en la alta sociedad de lo que imaginamos. Froilán y Victoria Federica sonreían. La cara de Juan Valentín no traslucía la jovialidad propia de su edad, sino íntimos tormentos o muchas ganas de matar a alguien.
Esperanza Aguirre, ciertamente muy cariñosa hacia José Luis Martínez-Almeida, contó en el programa de televisión 'Todo es mentira' que en una ocasión trató de emparejar al alcalde de Madrid con una sobrina del golfista Tiger Woods. Medía casi 1.90, pero «quería conocer la noche», explicó la ex presidenta.
Entonces, el regidor aún decía cosas como «¿Qué es la libertad? Ser soltero a los 45 años», aunque a renglón seguido reconociera que «la soltería me ha perjudicado y me ha embrutecido». No debe ser casualidad que haya sido Teresa Urquijo la que haya terminado con tamaña disyuntiva. Puede que Almeida no pudiera llevar más allá su vocación recalcitrante o puede que, verdaderamente, haya encontrado la horma de su zapato.
La horma de Teresa Urquijo no puede ser más tradicional. No pernoctará en casa del novio hasta su vuelta de la luna de miel (a Maldivas y Bután), con lo que además de inaugurar matrimonio, estrenarán convivencia. Gran riesgo, ciertamente, aunque la feliz novia podría tener más arrestos de los que le adivinamos. A la salida de la iglesia, tras terminar la ceremonia, periodistas y vecinos arremolinados tras las vallas gritaron a la pareja el consabido «¡Que se besen, que se besen!».
Almeida, azorado, se hizo el sueco. Fue ella la que, deseosa de facilitar la foto definitiva, se lanzó a la mejilla de su ya marido y le ofreció, a continuación, la propia. Un beso casto, un beso cómplice, han dicho. Sí, y también un beso decisión enteramente de ella. Será interesante comprobar qué papel decide jugar esta enigmática mujer en la intrincada vida político-social madrileña.
20 de enero-18 de febrero
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