Quizá las nuevas generaciones no lo sepan, pero en la época en que llegó al trono, a principios de los años cincuenta, esta reina de 95 años - vestida de colores vivos, tacón cuadrado y eterno bolso caja en la muñeca- inauguró una nueva época en los armarios británicos inspirada en las creaciones del New Look de Dior, que triunfaba en el continente: fue la pionera en llevar cinturas de avispa, realzadas por mini cinturones, faldas corola y escotes palabra de honor que dejaban al aire sus hombros pálidos y torneados. Su llegada al trono fue un tiempo de alegría y esperanza que sus súbditos bautizaron como la «Nueva Época Isabelina».

La ceremonia de su enlace con el príncipe Felipe Mountbatten, celebrada en el otoño de 1947, fue retransmitida en directo por la BBC desde la Abadía de Westminster. Era la primera boda real de la posguerra mundial, y supuso un fogonazo de glamour tras años de estrecheces. Isabel necesitó cupones de racionamiento para adquirir la tela de su vestido, un raso duquesa de color marfil decorado con hilo de plata, bordados de tul y 10.000 perlas, diseñado por Norman Hartnell –modisto de cabecera de su madre, Isabel Bowes-Lyon, que también se convirtió en el suyo–. En el ramo llevaba orquídeas blancas y mirto del arbusto plantado por la Reina Victoria el día de su propia boda.

Su padre, Jorge VI, había ascendido al trono en 1936, tras fallecer su abuelo, Jorge V, y abdicar su tío, Eduardo VIII, por amor a una divorciada norteamericana llamada Wallis Simpson. Su vestido de coronación -la primera retransmitida por la televisión a más de 20 millones de británicos- fue también obra de Hartnell y, por expreso deseo de Isabel, la falda se bordó con los emblemas florales de los países de la Commonwealth: la Rosa Tudor, el cardo escocés, el puerro galés, el «shamrock» irlandés, la hoja de arce canadiense o la protea sudafricana recorrían en guirnaldas los cortes al bies.

Entonces casi nadie era «cool» -salvo las estrellas de la gran pantalla- y menos que nadie una reina de Inglaterra. Siempre había sido una muchacha seria, que aparecía en las fotos con las medias de algodón bien ajustadas. Pero, desde el primer momento supo que su guardarropa jamás sería una cuestión menor, sino un instrumento de trabajo, probablemente el más útil en una época en que la imagen empezaba a multiplicarse gracias a las revistas en color y a la televisión. Pero, para conseguirlo, su objetivo fue exactamente el contrario del de cualquier joven de hoy: que su atuendo no fuera nunca motivo de comentarios, que no llamara la atención y que no encabezará ninguna crónica informativa.

Para su primer viaje importante, a los países de la Commonwealth, en los primeros años cincuenta, que duró seis meses, la recién coronada monarca, presentó a sus nuevos súbditos con más de 100 vestidos especialmente diseñados para la ocasión. Llevó consigo ¡12 toneladas de equipaje! Para hacer frente al calor del trópico, cargó sus maletas con una enorme variedad de diseños ligeros y estampados de la emblemática firma británica Horrockses, que introdujo, por primera vez, el «prêt-à-porter» en Gran Bretaña. No eran baratos, pero tampoco de Alta Costura, como podía haberse esperado.

Los conjuntos más formales eran diseño de Hartnell, pero sin muselinas, ni volantes, como los de la reina madre, y los vestidos de noche, algunos elaborados con más de 100 metros de tul, los firmaba Hardy Amies, el otro diseñador de cabecera de su majestad. Lució piezas supuestamente no permitidas en una reina -faldas pantalón, botas de caña alta o gafas de sol de cristales oscuros y algún que otro «legging»-. Y escogió el negro para la noche, considerado una extravagancia continental. Hartnell se inspiró en varios retratos de la reina Victoria. Las sedas y los satenes, el corpiño estrecho, las faldas amplias y el esplendor de las joyas de la corona competían con los más renombrados iconos hollywoodienses de la época.

Norman Hartnell y Hardy Amies son los artífices, desde los años cincuenta, el primero, y a partir de los sesenta, el segundo, de la imagen de la Reina que ha quedado en nuestra retina: conjuntos de chaqueta y falda o de vestido y abrigo a juego, cortes rectos, por debajo de la rodilla siempre, colores puros. Trabajaron juntos los patrones. Hartnell es el creador de sus más importantes vestidos de ceremonia y sus exquisitos bordados. Amies, formado en el espíritu de la moda francesa, fue el introductor de los colores brillantes, los estampados más sofisticados de los sesenta y de los sombreros más pequeños, tipo «pill-box». Alguna vez se atrevió con cortes de falda justo a la rodilla, lo máximo que su majestad podía enseñar.

También fue importante en su vestidor, Ian Thomas, que fue asistente de Hartnell y se instaló por su cuenta en 1970, comenzando a vestir a la reina con su propia marca. Es el responsable de sus renombradas chaquetas, perfectamente cortadas. Luego se hizo cargo de su vestuario, Steward Parvin, graduado por la Escuela de diseño de Edimburgo. Angela Kelly se convirtió en la diseñadora real y asesora personal de la reina en 2002. Trabaja con un equipo de once personas para interpretar el estilo real y se ha convertido en la confidente de la monarca. Hace tres años contó algunos detalles de esta relación en unas memorias, con la autorización de la soberana.

Pero si algo ha caracterizado a la reina Isabel II es su falta de gestos vanidosos. Su atuendo era su armadura en el duro oficio de reinar sobre gente muy distinta. Se la vio en público retocando su labial: fue su forma de decir que también era una mujer de carne y hueso. Sus favoritos eran tonos rojos intensos, como el «pillar-box red» de Elizabeth Arden. Su pálido cutis y sus labios rojos fueron una de las imágenes icónicas de los años cincuenta.

Hay un «look» que ha permanecido casi invariable en ella desde la adolescencia: la falda plisada de tartán –hay dos asociados a la casa real inglesa: el Royal Stewart y el Balmoral--, con chaqueta de tweed a juego, jersey de cashmere, zapatos planos de cordones (llamados «brogues») y collar de perlas. De adulta, añadió al «look» el emblemático chaquetón Barbour y el pañuelo de seda a la cabeza. Posee una vasta colección de Hermés. ¿Hay algo más profundamente británico? Ese es quizá el secreto de su éxito: su estilo era único y, al mismo tiempo, como el de todo el mundo. Era regio, pero conservador, y, en el fondo, asequible: faldas «evasé», tacones cuadrados, largo siempre por debajo de la rodilla. Nada en ella Impresiona, ni intimida, sabe que todos quieren verla bien. Y así, con tranquilidad, su pelo ha ido encaneciendo y no ha ocultado el uso de gafas para ver de cerca. No se ha hecho liftings, ni blanqueamientos, ni ha utilizado inyecciones para mantener el óvalo facial.

Simplemente ha ido cumpliendo años y ha seguido utilizando sus tiaras y grandes pendientes como quien se pone el uniforme de trabajo. Se ha convertido en una venerable anciana, idéntica a las otras damas de pelo blanco de su generación, sean o no de clase alta. La prueba es que su popularidad, a pesar de los escándalos, no ha decaído. Más bien todo lo contrario. Y la vestimenta ha sido una de las maneras en que ella ha forjado esa relación de confianza y simpatía con su pueblo. Y siempre ha pensado que quienes vienen a ver la Reina de Inglaterra tienen derecho a divisar con claridad sin que se lo impida el conjunto que haya escogido.

Por eso lleva colores vivos y sus llamativos sombreros, cuyo cometido es asegurar que la Reina sobresale entre la multitud. Su principal sombrerera, Simone Mirman, trabajó con la diseñadora Elsa Schiaparelli. Sus diseños más sobresalientes incluyen casquetes de plumas de faisán, clásicos en los años cincuenta; «pill-box» redondeados, a juego con su vestimenta, en colores coral, amarillo o azul, típicos de su guardarropa de los años sesenta, o imitando el tocado Tudor; los aturbantados, estilo campana con plumas, o bordados de flores y pétalos, al estilo de los gorros de baño de Esther Williams; las pamelas de ala redondeada y alta con diversos dibujos en relieve; o las más discretas redecillas con lazos para evitar las dificultades de un día de viento. Muchos de los tejidos con los que se elaboran sus conjuntos y vestidos provienen de su propia colección personal de telas, que data de principios de los años sesenta. Sus preferidas son el crepé de lana y la seda.

Todo está medido al milímetro en su vestuario. Sus faldas y escotes están estudiados para no entorpecer sus movimientos y evitar molestos golpes de viento, por eso lleva pesos en los dobladillos de las faldas. Sus bolsos, una de sus señas de identidad, al igual que los sombreros, están diseñados para ser ligeros –teniendo en cuenta la cantidad de horas que los sostiene—y con el largo justo para no arrastrarlos. Launer es su marca favorita y se dice que a través de ellos manda mensajes cifrados a sus asistentes. Para la noche, lleva carteras joya hechas a juego con sus vestidos.

Sus zapatos, a medida, los confeccionaba al principio el mismo zapatero de la reina madre, el británico Eddie Rayne. Hoy sus diseños los elabora David Hyatt de la firma Anello&Davide de Kensington. Los guantes de día son de algodón de jersey. Además, ¡no usa bastón! En un mundo que esconde a los ancianos, y nunca los convierte en símbolos de nada, salvo de la decadencia más triste, Isabel sigue caminando casi erguida y con tacones y se adorna cada vez con más colores, mientras su sonrisa parece feliz, a pesar del luto o de las entrevistas indiscretas de sus nietos.