De la extravagancia multimillonaria a la ruina más absoluta, así se convirtió la Marchesa Luisa Casati en musa tenebrosa de la moda y las artes

De esbeltez infinita, mirada impregnada en la negrura del khol y cabello inflamado de rojo, la marchesa Luisa Casati sigue siendo hoy inspiración para una moda de la que una vez fue vanguardia y avanzadilla.

Luisa Casati retratada por Giovanni Boldini en la Exposición The Divine Marchesa en el Palazzo Fortuny. / D.R.

Laura Requejo
Laura Requejo

Luisa Casati pasó de la gloria estrafalaria y decadente al desencanto más desolador en apenas 30 años. Los que tardó en fundirse toda su herencia. Como otras mujeres que nos fascinan, de Daisy Fellowes a Consuelo Vanderbilt o Doris Delevingne , la pobre marquesa acabó sus días como un espíritu famélico en la más absoluta de las ruinas. Exiliada en un Londres sombrío y despojada de la fortuna que la había erigido en epítome de la modernidad y reina de fiestas apoteósicas de la Belle Epoque a los fulgurantes años 20.

Nacida en 1881 en el seno de una de las fortunas industriales más poderosas del norte de Italia, Luisa Adele Rosa María von Amman se convirtió por casamiento en Marchesa Casati Stampa di Soncino a los 19 años. Pero se transformó en diva por voluntad propia. Porque, como recuerda Cecil Beaton, rendido admirador y paciente amigo, cuando fue presentada en sociedad, Luisa era lo más parecido a un ratoncito sin lustre.

Empeñada en convertirse en su propia obra de arte viviente, la marquesa Casati inició una metamorfosis regida por sus propios gustos, su curiosa invención y un innato sentido de la elegancia. Transformó su pelo ralo en una melena teñida de un rojo anaranjado que fue su seña de identidad toda la vida. Y erigió sus rasgos hieráticos de pómulos marcados y ojos hundidos en un personalísimo canon de belleza.

A eso le sumó una indumentaria basada en terciopelos negros y vestimentas siempre adelantadas a su tiempo. Fue pionera en vestir el famoso Delphos de Fortuny y ejerció de mecenas de una de las primeras casas de alta costura, la de Paul Poiret. Imbuida de sus planteamientos estéticos vanguardistas, Casati se obsesionaba tanto en epatar, que se hizo famosa por sus entradas triunfales en fiestas propias y ajenas, aunténticas performances artísticas de la época, a cual más dramática y fastuosa.

En una Belle Epoque de dispendios y sorpresas, la marchesa Casati se convirtió en anfitriona y estrella de las fiestas más salvajes, excéntricas y espectaculares. Primero en Roma, en su palacio de la Via Piamento, luego en las afueras de París, en el Palais Rose que había pertenecido al poeta Robert de Montesquiou y después en Venecia, en el Palazzo Venier dei Leoni. Este palacio fastuoso, que depués poseería otra heredera, Peggy Guggenheim, se convertió bajos lo auspicios de la Marchesa en eje y epicentro de movimientos artísticos. Y de veladas asombrosas en las que nunca jamás faltaron las extravagancias: ya fuera una alfombra de serpientes vivas, un tigre paseándose por los salones, una pavo real níveo que se posaba inquietante en una ventana o un mono gigante repartiendo flores silvestres.

La Marchesa llevaba tan lejos su puesta en escena que en una ocasión estuvo a punto de electrocutarse. Enfervorecida por su sentido del espectáculo, se empeñó en hacer acto de presencia en la fiesta de un amigo vestida como un san Sebastián electrificado con saetas y estrellas. El montaje le llevó un día entero de trajín con un equipo de 30 personas. Y tendría que haberse encendido a cada paso. Pero acabó en una descarga de enésimos voltios que le achicharró la cabellera y la obligó a perderse el sarao. Tuvo que guardar cama varios días.

Inmortalizada en los lienzos de Zuloaga y Boldini, en las fotografías de Man Ray, en los diarios de Compton Mackenzie y en las novelas de Michel Georges-Michel y Gabriele D'Anunzio, su amante más estable, Luisa Casati se atrevió con todo. Y eso en unos tiempos de vanguardias en los que era difícil sorprender porque vivió rodeada de contemporáneos y camaradas casi tan audaces como ella: Jean Cocteau, Picasso, Diaghilev, Marinetti... Solo casi porque era imposible superar a una Marchesa que se paseaba magnífica por las calles de las capitales europeas acompañada de siervos con antorchas y precedida de dos magníficos guepardos sujetos por cadenas de oro.

Como alguien a quien la fortuna le ha venido dado desde la cuna, la marquesa nunca entendió la medida de las cosas ni el valor del dinero. Para bien y para mal. Para ella y para los demás. Igual pagaba a un gondolero con una pulsera de diamantes porque no llevaba suelto que se instalaba en casa de un conocido indefinidamente y se convertía en ese huésped gorrón y maldito del que no había forma humana de librarse.

Le sucedió al médico privado de la reina de Suecia, Alex Munthe, dueño de la mítica Villa San Michele, en Capri. Allí acudió Casati con su séquito de animales, criados y adláteres para lo que parecía una visita fugaz que se alargó durante dos años. Los consiguientes gastos desproporcionados que la marquesa generaba por sus impresionantes fiestas fueron fuente de desesperación para alguien tan minimalista como Munthe.

El dispendio absoluto que fue su vida le pasó factura en los años 30. No solo se esfumó su herencia millonaria. A principios de la década, la Marchesa había acumulado una deuda que superaba la entonces ya escalofriante cantidad de 25 millones de dólares. Le debía dinero a todo el mundo, incluida Coco Chanel. No le quedó más remedio que salir huyendo, poner unas olas de mar de por medio y exiliarse en una isla de brumas y humedades malsanas.

Sus últimos años los malvivió en el último piso de la que una vez fuera la casa del poeta Byron en Londres. Como ella, el edificio, antaño glorioso, había perdido su esplendor y, repartido en minúsculos apartamentos de mala muerte, daba cobijo a sus fantasías de tiempos mejores. Allí la iba a buscar Cecil Beaton para sacarla a pasear, invitarla a comer y llevarla ante la chimenea bien pertrechada de su propia casa.

La marquesa murió de un infarto a los 76 y la hornacina florida sobre su tumba en el viejo cementerio de Brompton no hace honor a sus magníficas extravagancias. Menos mal que bajo ella descansa enfundada en su impertérrito vestido negro de terciopelo y su abrigo de piel de leopardo, junto al perro pequinés disecado que fue su única compañía en las tristes décadas finales.

20 de enero-18 de febrero

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