Un mundo separa a la Letizia que liquida su agenda oficial con la eficacia de una inteligencia artificial y la que, allá por 2003, entraba de puntillas en la vida privada de los Borbones. De aquel primer contacto con la realeza sabemos que la infanta Cristina e Iñaki Urdangarín se convirtieron, prácticamente desde el minuto uno, en aliados. De hecho, Urdangarín fue el encargado de comprar los anillos de compromiso de los siguientes reyes.
En 2011, como sabemos, todo se vino abajo con la explosión del caso Noós. Esa primera gran fractura, probablemente la herida más honda que ha sufrido la familia del rey, lo cambió todo. Recordemos: Cristina no accedió a desvincularse de su marido mediante un divorcio (que ahora ha acabado en venganza), ni por el escándalo fiscal ni por los insistentes rumores de infidelidad. Su negativa a proteger la monarquía de sus actividades delictivas rompió en contrato tácito que une a los miembros de cualquier familia real. Trazó la línea roja de lo irrecuperable.
Enfrentado al cisma, Felipe VI dio un golpe sobre la mesa en el que despojó de su título a los duques de Palma y borró a Urdangarín de todos los canales oficiales: puso la primera piedra del muro que le ha ido separando, al menos institucionalmente, de su familia. En el período negro que empieza en 2013, los sucesivos escándalos, también del rey Juan Carlos, fueron ampliando la grieta en el seno familiar, hasta llegar a la abdicación de 2014, el encarcelamiento de Urdangarín en 2018 y el exilio del rey emérito en 2021. En este período horribilis, Letizia pasó a ocupar la posición de la intrusa traidora: como suele ocurrir en las culturas machistas, se le achacó la dureza de la estrategia inmunitaria del rey. En el día después del anuncio de la interrupción matrimonial entre Cristina y Urdangarín, los titulares subrayan la amplia sonrisa de Letizia. Como si no sonriera siempre, constantemente, en cada aparición de su agenda oficial.
La tensión entre los reyes y la ex duquesa de Palma seguía, incólume, nueve años después y con Urdangarín ya en la cárcel. Durante el funeral de la infanta Pilar en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Cristina no miró a Letizia y Felipe ni una sola vez. Su manera de condenar a la invisibilidad a los reyes subraya lo inextricable de la relación entre lo institucional y lo familiar: imposible pretender que una decisión que atañe a la reputación de la monarquía no afecta a la relación entre hermanos. O entre padres e hijos. La sensación de abandono, de injusticia, de traición ha anidado en una familia que, paradójicamente, le debe lealtad al rey. Realmente no sabemos cómo es la relación entre los hermanos, pero el mecanismo de derivar responsabilidad a quien duele menos deja a Letizia en una posición tremendamente precaria. Imposible.
La soledad de la reina en la familia Borbón no puede ser mayor. De alguna manera, su aislamiento compensa la imposibilidad de alejarse completamente del rey Felipe por ser hijo y hermano. Jamás sabremos si Felipe VI es consciente del específico precio que, como daño colateral, paga Letizia, seguramente muy arropada en su vida íntima por familia y amigos, pero fundamentalmente sola en lo que se refiere a su integración en la familia que hereda la jefatura del estado. «50 años es una bonita cifra para seguir intentando hacer las cosas bien en el lugar en que a cada uno nos corresponda», propuso la reina en septiembre pasado. Está claro que su soledad le permite comprometerse en el único pacto que está dispuesta a firmar durante el tiempo que ejerza de reina consorte: ese «hacer las cosas bien» es demoledor para la familia Borbón y clave para Felipe VI. Y no se lo perdonan.