«¿Qué le espera a la reina Sofía?», se pregunta la prensa extranjera, tras la marcha del rey emérito a Abu Dhabi. Doña Sofía ha mostrado, a los 83 años que acaba de cumplir, que es capaz de mantenerse al margen del escándalo y seguir siendo útil. No es el único reto al ha tenido que enfrentarse como Princesa y luego reina de España.
La reina Sofía pertenece a una de las familias más importantes del Gotha europeo, la casa de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, también llamada Casa de Glücksburg, una rama de la dinastía danesa de Oldemburgo, la más antigua de Europa. Por esta razón, es princesa de Grecia y Dinamarca. Su madre, la princesa Federica de Hannover , era hija de los Duques de Brunswick y Luneburgo, Ernesto Augusto III, jefe de la casa de Hannover, y la Princesa Victoria Luisa de Prusia , la única hija del último Kaiser de Alemania, Guillermo II.
Desciende también del rey Jorge III del Reino Unido, lo que la convirtió, al nacer, en la aspirante trigésimo cuarta al trono británico. Su padre, el rey Pablo I de los Helenos, era el tercer hijo de Constantino I de Grecia y de la princesa Sofía de Prusia, de la Casa de Hohenzollern. Sofía es, pues, la única reina europea que, a día de hoy, desciende de padres y abuelos de familias reales reinantes.
Entre sus primos, están los reyes de Dinamarca, el fallecido Felipe de Edimburgo y Ernesto de Hannover, marido de Carolina de Mónaco. Está emparentada con todas las casas reales europeas importantes y creció en un ambiente en el que era impensable un matrimonio morganático. Su destino era el de casarse con un príncipe heredero –o con un rey– y ser reina. Y así fue educada: en la entrega sin matices a la causa de la monarquía. La reina no reina, pero es la mano que cuida del trono. Es lo que aprendió de niña.
Con apenas dos años y medio Sofía partió al exilio, junto a sus padres y a su hermano Constantino, tras la ocupación de Grecia por las fuerzas del Eje –Alemania, Italia, Bulgaria–en la II Guerra Mundial. Cuando regresó a Atenas, al Palacio de Psychiko, en 1946, tenía ocho años y esa iba a ser su vigésimo tercera mudanza. Durante el exilio, la familia se había instalado en Alejandría y en Ciudad del Cabo –donde nació su hermana Irene, en 1942– y finalmente en Inglaterra.
En 1947, su padre se convirtió en Rey como Pablo I, tras un referéndum que se inclinó a favor de la monarquía. Pero hubo otro exilio que marcó profundamente a Sofía y a toda la familia real griega: cuando su hermano Constantino II de Grecia juró lealtad al Gobierno militar que dio un golpe de Estado en 1967 y tuvo que marchar al exilio con su familia. En 1974 se abolió la Monarquía y, solo en 2013, la Constantino y Ana María se instalaron de nuevo en Grecia. Por eso, cuando se le ha preguntado si consideraba seguir a Juan Carlos I, cuando dejó España, la respuesta de la reina ha sido rotunda: mi lugar está en mi país.
La reina se casó enamorada, sin duda, pero no por ello era menos consciente de las renuncias personales que tendría que hacer en su matrimonio. Lo primero era el deber, como había aprendido desde pequeña. Y el deber era estar al lado del rey Juan Carlos. Su segundo objetivo era proporcionarle un hogar y una familia, tras una infancia y una juventud solitarias, en el exilio, sirviendo de peón en las negociaciones entre su padre y Franco. Además, Juanito, como lo llamaban sus íntimos, había vivido una tragedia difícil de olvidar: la traumática muerte de su hermano pequeño, Alfonso, por un accidente con un arma, que le alejó más de su padre, Don Juan.
Doña Sofía buscó dar, desde La Zarzuela, una imagen joven y moderna de la monarquía española, más cercana, natural y lejos del boato. Y proporcionó al rey emérito el apoyo que necesitaba. En la biografía que publicó, en 1997, Pilar Urbano, la Reina habla de su amor, pero también reconoce que los sentimientos evolucionan: «El amor es un sentimiento vivo que cambia con el paso del tiempo», dice. «El nuestro ha evolucionado hacia una amistad. No somos nada iguales ni nos gustan las mismas cosas. Pero yo, como esposa, como amiga, soy su compañera de equipo y estoy siempre a su disposición».
En otro fragmento, doña Sofía explica lo que le atrajo de él: «Me di cuenta de que era un hombre con una hondura que no sospechaba», cuenta. «Tenía una situación difícil, con un futuro incierto (...). Empecé a admirarle en la alegría con que llevaba su compleja situación». El 23 F fue un momento decisivo para ambos. Don Juan Carlos le describió a José Luis de Vilallonga el papel de la Reina: «Fue el alma de la Zarzuela. Se ocupó de todo y de todos. Permaneció a mi lado sin quitarme los ojos de encima y animándome con un gesto cuando hablaba con los capitanes generales».
Doña Sofía es una mujer tremendamente familiar, como lo muestra su fuerte vínculo con su familia griega, sus dos hermanos, Constantino e Irene, y sus sobrinos. Viaja a Grecia en cuanto puede para estar con ellos. Sin embargo, no ha podido mantener unida a su propia familia, desestabilizada por la condena de su yerno Iñaki Urdangarín por el caso Noos. La infanta Cristina apenas ha vuelto a España, desde Suiza, donde reside, y la Infanta Elena se mueve cada vez más a su aire, desde que se le retiraron los deberes oficiales en representación de la Corona y su asignación.
Su hijo, el rey Felipe, se ha alejado de ellas tratando de dar una imagen ejemplar de su reinado. Mientras, doña Sofía ha intentado seguir ejerciendo de abuela, especialmente durante los veranos en Mallorca, un lugar que adora -porque le recuerda a Grecia–, y mantener unidos a sus nietos, pero tampoco parece haberlo conseguido. La princesa Leonor y la infanta Sofía no mantienen relación con ninguno de sus primos desde hace tiempo. Hay quien la responsabiliza a ella de no haber sabido educar a sus hijos.
En los primeros años de su vida en Madrid, doña Sofía se sintió una extraña, ignorada por una aristocracia que la consideraba una extranjera y alejada de las costumbres de la alta sociedad española. Sin embargo, la reina hizo todo lo que estuvo a su alcance para ganarse a los españoles, los que verdaderamente le interesaban e iban a apreciar su labor. En 1973, por ejemplo, se matriculó en la carrera de Humanidades en la Universidad Autónoma de Madrid. Mezclada con los demás estudiantes, mostró dónde estaban sus propios intereses: no en los salones, sino entre la gente, entre las nuevas generaciones.
Con el tiempo se volcó en decenas de proyectos sociales, como la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción o la Fundación Reina Sofía. Se centró en los problemas de la mujer rural y los microcréditos, entre otros. Doña Sofía lleva en la sangre la idea de que un rey o una reina son para siempre. Así se lo dijo a Pilar Urbano, en una de sus entrevistas: «El Rey no debe abdicar jamás, ni está cansado ni el Príncipe tiene prisa». El autoexilio del emérito es una de las cosas que más daño le han hecho a la Reina.