El Zapatero Prodigioso
El Zapatero Prodigioso
Es un torrente verbal. Cuenta anécdotas con todo el detalle de una memoria prodigiosa y salpica la conversación con citas eruditas, canciones populares, fechas históricas, reflexiones y críticas, mientras se refiere con igual pasión a escritores o cineastas que a cantantes de copla o personas anónimas que han sido importantes en su vida.
«Tengo una memoria volcánica, todo me brota con rapidez, no olvido nada –asegura–. Si le toca a usted a mi lado en una mesa, no se aburrirá nunca. Pero igual tiene que tomarse un paracetamol», apunta entre contagiosas carcajadas. El chorro de informaciones y digresiones en su discurso no le hace perder, sin embargo, el hilo de la conversación en ningún momento. «Hablo como cuando abres la llave de un grifo y el agua sale a toda presión», remarca riendo de nuevo. Le digo que su discurso es un precioso regalo para cualquier periodista por su generosa entrega a la charla.
«Gracias, muchas gracias, pero no me parece que sea generosidad –responde con humildad–. Hablo porque pienso; y me fascina una buena conversación. Sobre todo hoy, cuando tanta gente actúa según un guión y juega un papel del que no sale... Como si estuvieran en una serie de televisión, que es en lo que parece que se ha convertido la vida para muchas personas, una vida ficticia y vacía».
Nacido en La Palma hace 80 años, de padre checo y madre palmera, la vida de Manolo Blahnik podría haber sido la de un personaje del Hollywood dorado. Tras cumplir los 50 años creando zapatos, su fama es global y ha logrado algo insólito en el universo de la moda: que sus diseños se admiren como si de picassos se tratara.
Hablar de «unos manolos» es referirse casi a los zapatos por excelencia. Y eso es algo que no le ocurre a ninguna otra firma. Pero más que alimentar su ego, se toma ese logro con humor británico. «No me gusta nada mi nombre. Tengo otros, porque mi padre era muy católico y me bautizaron con muchos nombres, igual que a mi hermana, Evangelina.
Pero desde niño me llaman Manolo, porque mi madre se llamaba Manuela... Recuerdo una vez que estuve en Cartagena de Indias y allí todo el mundo se llamaba Manolo, lo escuchaba por todas partes. Así que a veces, cuando escucho mi nombre, me parece una broma... Y cuando oigo hablar de manolos, me viene a la cabeza una pareja de toreros».
Su risa se expande a través del teléfono, desde Londres, donde continúa trabajando sin apenas salir de casa. «Me río de todo, incluso de mí mismo. Es una actitud defensiva ante las adversidades... Es que hay que volverse un poco frívolo. No nos queda otra opción, con todo lo que está pasando en el mundo –reflexiona–.
Estos últimos años están siendo horribles. He perdido a varios amigos por la Covid y yo me rompí una mano y las dos clavículas tras caerme por las escaleras... Todavía estoy haciendo rehabilitación, aunque por fortuna ya me queda muy poco para estar bien. Hay una guerra horrible en Europa que nos está provocando pánico y mucho dolor... Y la pandemia sigue ahí y parece que repunta por momentos. El mundo está en un momento espantoso, el clima está cambiando y la temperatura sube peligrosamente. No queda otra que desdramatizar un poco con humor, porque es todo demasiado grave y se hace difícilmente soportable».
MUJERHOY. ¿Olvidamos demasiado rápido?
MANOLO BLAHNIK. Vivimos tan deprisa que olvidamos aún más rápido. Yo pertenezco a una generación que cree en valores duraderos, en cuestiones relevantes. Por eso no me interesa nada Instagram, donde todo es parecido, todo se repite, todo se copia y todo se consume y se olvida al instante. Cuando uno se hace mayor, se vuelve más implacable y tolera menos las tonterías. Hay cosas que no entiendo de esta nueva situación: la gente no va a los museos, lee menos, no acude al cine... Y cuando lo hacen, van y no ven. Van a un museo, se hacen la foto y ya está: no se han enterado de nada y no les importa. Es absurdo.
Ha cumplido las bodas de oro laborales, tiene el reconocimiento de todo el mundo, galardones, exposiciones, libros, documentales sobre su vida... pero continúa diseñando. ¿Es adicto al trabajo?
Totalmente. Necesito una adicción y la mía es el trabajo, es como tener mono contigo mismo. Lo hago porque me gusta y por responsabilidad.
¿En qué trabaja ahora?
He acabado la colección de 2024. Hoy, precisamente, he tenido una reunión con la fábrica en Italia por Zoom. Hemos estado viendo todos los detalles de la colección. Apenas salgo, así que trabajo y leo mucho, y veo cine sin parar. Soy un loco del cine, tengo una colección de películas maravillosa. Ahora estoy repasando toda la filmografía de John Garfield. Me entretiene analizar las películas con detalle, hacerlo con la fotografía, la música, el vestuario... Estudiar los cambios según la década, los directores... Y también leo mucho, tengo libros por todos lados: en la biblioteca, por el suelo... Tengo tantos que, en una habitación, hemos tenido que reforzar el suelo de madera porque se hundía. Sabe, es que soy un poco solitario... Casi solo veo a mis perros. Tengo 14, los adoro más que a la gente. En Londres solo puedo tener uno, porque al matrimonio que trabaja en casa no le gustan los perros. Así que los otros están en La Palma, libres, felices, corriendo por la finca todo el día. Son labradores: Apolonia tiene seis hijos y vive con todos ellos. Estoy deseando poder volver allí. Lo haré el próximo año, cuando esté recuperado del todo.
¿Cómo vivió la erupción del volcán Cumbre Vieja, en La Palma?
Fue una tragedia, muy doloroso para mucha gente. Pero es algo innato a las islas, son volcánicas. Cuando era niño me llevaban a ver el volcán de San Juan, cuya erupción se produjo en 1949, y recuerdo la lava avanzar lentamente. Y también recuerdo que en la casa familiar había grietas en las paredes y mi abuela nos contaba qué erupción las había provocado. Es curioso que se acordara de cuándo había sido.
Le gustan cineastas como Luchino Visconti y escritores como Dostoievski o Thoman Mann, pero también Juanita Reina, Marifé de Triana, Paquita Rico... ¿Se puede ser intelectual y folclórico?
Tengo esa dualidad: me gusta la alta cultura, pero también la popular. He tenido la suerte de tener unos padres de culturas diferentes y, aunque no soy muy dado a hacer autoanálisis, soy una mezcla entre ambas. Hasta los 14 años estuve en La Palma, pero después estudié en Ginebra, París, Londres... Siento un enorme orgullo por ser de mi isla y ser español, un sentimiento que con los años se acentúa, pero también por mi herencia de la entonces Checoslovaquia. Me inculcaron ambas culturas y me gustan tanto los escritores centroeuropeos como Azorín y el resto de los de la Generación del 98. Mi abuelo paterno era farmacéutico, hacía perfumes, y me inculcó su amor pero la ópera, pero también crecí escuchando copla.
¿Qué es lo que más le gusta de la copla?
Me encanta toda, forma parte de mí. Es curioso, pero cuando la oigo me provoca un sentimiento que no sé definir muy bien con palabras... No es exactamente nostalgia, es como una sensación de apego, algo que me hace sentir bien y me encanta. Además de las que ha dicho, me gustan Imperio Argentina, Estrellita Castro... Me estoy acordando ahora de la película ¿Dónde vas, Alfonso XII? [empieza a tararear la canción: «¿Dónde vas Alfonso XII? ¿Dónde vas triste de ti? Voy en busca de Mercedes, que ayer tarde no la vi...»]. Mire, ahora estoy ultimando una lista completa de los pueblos que fotografió José Ortiz Echagüe. Me apasiona su trabajo y quiero coger un coche y visitar todos esos pueblos, toda esa inmensa cultura maravillosa que retrató. También es verdad que en las últimas décadas se han hecho enormes estropicios estéticos, pero tengo una lista de esos lugares a los que quiero ir pronto con mi hermana o con una amiga.
En sus colecciones, suele haber referencias artísticas e históricas de distintas culturas. ¿Cómo será la próxima?
Mis colecciones son muy eclécticas. Me influyen millones de factores de todo tipo, referencias que luego hago mías, como cuando incluyo un pompón andaluz, un fleco madrileño, un toque barroco sacado de las iglesias sicilianas... Solo algo que sugiere, algo sutil que después incorporo de una forma personal.
¿Piensa alguna vez si su vida podría haber sido diferente o cree que estaba predestinado a diseñar zapatos?
Casi todo en mi vida es casualidad. Como le decía, he tenido la suerte de tener unos padres que pertenecían a dos culturas distintas. Mi hermana y yo no íbamos al colegio ni teníamos amigos, porque venían a casa a darnos clase. Y eso sí que marca la personalidad de una persona, por eso soy un poco solitario. Después me fui fuera a estudiar a varios países. Un día, cuando estaba de viaje en Nueva York, una señora [se refiere a la editora Diana Vreeland] me dijo que debería dedicarme a hacer zapatos. Mire lo que son las cosas... La vida fluye.
¿Qué diseños de creadores jóvenes no le gustan?
Odio los zapatos-mobiliario, esos que son como muebles horribles. Hay autores que quieren combinar culturas sin sentido alguno, mezclar por mezclar. Y han creado una nueva corriente, pero creo que no funciona. A mí no me gusta, me parecen cosas monstruosas, casi de Frankenstein. Mire, hice una colaboración con Demna [Gvasalia, director creativo de Balenciaga], pero me parece que está arruinando el nombre de Balenciaga.
¿Lo dice porque Balenciaga era casi un arquitecto que desarrollaba patrones complejísimos y Gvasalia es más de chándal?
Balenciaga era un arquitecto de las tijeras. No comparto esa nueva sensibilidad estética de mucha gente y, sobre todo, ese desinterés ante la cultura y las cosas importantes, como decía antes sobre Instagram.
¿Cómo se conocieron sus padres?
Bueno, es un tema un poco privado, pero se lo voy a contar. Mi padre y su familia estaban haciendo un largo viaje por varios países. Pero un viaje sosegado, con tiempo para descubrir, no como esos crueles cruceros actuales en los que se canta en un karaoke. En fin, en una escala llegaron a La Palma y mi madre, que estaba tras una celosía, lo vio aparecer. Simplemente, se vieron. Al año siguiente, mi padre volvió a la isla y se conocieron. Se presentó a mi familia materna. Suena como un argumento de novela, pero es la pura realidad. Imagine, eran los años 30 del siglo pasado y mi abuela pedía a una persona de confianza que los acompañara en sus paseos para saber cómo se miraban o si se tocaban. Así se conocieron. Entonces los turistas extranjeros eran todo un acontecimiento en la isla. No había extranjeros y los vecinos salían a la calle para ver a los turistas que llegaban.
Me pregunta, al despedirnos, por alguna exposición de moda en Madrid. Le hablo de dos: Picasso/Chanel, en el Museo Thyssen-Bornemisza, y Sybilla, en el Canal de Isabel II. «¡Ay, Sybilla, mi ídolo español! Una pena que haya sido poco constante». Asiento y le digo que un poco como el río Guadiana. «¡Guadianesca!», exclama riendo.