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Supongo que, como todos en el confinamiento, estoy desarrollando pequeñas manías. Casi todas las mañanas lloro viendo las noticias. Nada dramático, un par de minutos, a veces solo se me saltan las lágrimas. Siempre con imágenes alegres y hasta divertidas en mitad del horror en que se han convertido los informativos: pacientes que dejan la UVI, ancianos que han grabado un video sonrientes para sus familias muertas de angustia, videos de alcaldes italianos que regañan a sus convecinos por videoconferencia a grandes gritos por salir de casa agitando las manos como Mastroianni... Después me siento mejor y, si la ronda con la familia y el equipo termina con un “todos bien”, suelo estar de buen humor el resto del día.
Me gusta trabajar en la cocina, que tiene sol y silencio, y pongo lavadoras compulsivamente entre videoconferencia y videoconferencia. Me apetece comer mejillones en lata todos los días. No sé si será la falta de alguna vitamina o la excusa para abrir una bolsa de patatas fritas acompañando. Tengo amigas que dirigen la comunicación global de su empresa en estos tiempos de crisis desde su terraza y se relajan paseando por su casa con un spray de agua con lejía en la mano y arrasando las latas de berberechos.
Por las tardes, salimos a aplaudir. Aunque en realidad, creo que ya es mucho más que una manera de dar las gracias. Un vecino enciende y apaga las luces, nos saluda, y los demás respondemos. Ponemos canciones. Hacemos ruido. Nos animamos. Cada vez nos quedamos un poquito más de tiempo. Hay quien elige ese momento para pasear a su perro. Empieza a ser una cita que esperamos, un recordatorio de que hay parar de trabajar, la señal para pensar en la cena. A veces, coincide con imágenes en la televisión de un parlamento fantasma, de un político, de un reproche, de una frase que sigue sonando a mitin. Y apetece todavía mucho más salir al calor del aplauso que nos regalamos desde las ventanas entre nosotros.