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Hace 13 años, el 3 de mayo de 2007, una niña de tres años, preciosa, rubia, con una pequeña marca en el iris de uno de sus ojos azules, desapareció en mitad de la noche del apartamento del Algarve en el que pasaba unos días de vacaciones con sus padres y sus hermanos gemelos de un año. Se llamaba Madeleine McCann y, durante los meses siguientes, el mundo vivió pendiente de una tragedia que lo tenía todo para convertirse en el mayor éxito mediático de la década. Los MacCann, Gerry y Kate, un cardiólogo y una médico generalista británicos, eran una pareja desesperada y atractiva apoyada financieramente por J.K Rowling y David Beckham, y bendecida por el Papa.
Ya saben cómo continúa la historia. Incontables horas de televisión, infinitas portadas de tabloides después, los McCann pasaron de ser una familia compadecida por millones de personas a una familia acusada formalmente por la policía portuguesa y odiada en público y en privado por medio mundo. ¿Habían hecho desaparecer los padres de Madeleine el cuerpo para ocultar un accidente? ¿El accidente consistía en una sobredosis de antihistamínicos para asegurarse de que Madeleine no se despertara mientras ellos cenaban a 800 metros del apartamento con sus amigos? ¿Eran unos asesinos? ¿Eran, cuando menos, unos padres negligentes? ¿Era Madeleine una niña difícil que ponía a prueba los nervios de sus padres? ¿Por qué habían escatimado los MacCann y no habían contratado una niñera?
Trece años después, la policía alemana apunta a un sospechoso que ya cumple condena por abusos a menores. Quizá una pista falsa más, como el avistamiento de Madeleine en una gasolinera de Marruecos. Quizá otro calvario, leña para alimentar otra hoguera de verano. Quizá, ojalá, un poco de paz por fin. Esta tragedia tiene una terrible vuelta de tuerca, la de perder a tu hija y que el mundo, no solo los periódicos y los desconocidos en Twitter, sino tu vecino, tu panadero, tus amigos, tu familia, te mire primero con infinita piedad. Después con infinita sospecha.
Ojalá que este verano sea el último. Sin culpables, sin certezas, la historia solo tiene dos finales posibles. O los monstruos son ellos. O los monstruos somos nosotros.