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Vivimos tiempos insólitos en los que hasta las referencias más simples se desdibujan y nos dejan desorientados. A veces tristes, a veces esperanzados, a veces eufóricos, a veces todo al mismo tiempo. Yo debería estar ahora escribiendo una carta veraniega, casi de oficio, hablando del descanso, la desconexión, las vacaciones... En fin, de esas cosas de las que se escribe cuando agosto está a punto de llegar y cuesta tanto concentrarse en todo lo que no sea la maleta a medio hacer.
Ustedes deberían estar leyéndonos en una playa sin reglas, en un avión abarrotado, en un hotel maravilloso, en un pueblo donde los niños desaparecen con la pandilla y los adultos se van de cañas antes de la cena. Hoy he pensado un buen rato en qué cosas ocupaban mi cabeza y no es, claro, ninguna de las anteriores. Estoy cansada, seguramente ustedes también, y mucho. Este año tendremos que descansar de otra manera. Aprender a despreocuparnos de otra forma. Y a disfrutar, y a divertirnos.
Estoy preocupada pero no voy a dejar que la idea de septiembre y sus incertidumbres sea un lastre. Aquí y ahora ya no es solo el primer tópico de la autoayuda. Y quién dice que las certezas nos hacen más felices. Estoy decepcionada. Procuraré recordarlo cada vez que dude de si mi voto sirve para mucho. Pero también reconfortada porque durante estas semanas he visto muchas señales que hablan de nuestro derecho irrenunciable a saber, a ser tratados con transparencia y respeto, a pedir explicaciones.
A veces me cuesta apartar el fastidio de las muchas cosas a las que estamos renunciando. Y entonces, procuro encontrar otras de las que alimentarme: la belleza de La traviata y el milagro de la reapertura del Teatro Real. Un rape con guisantes al estilo de Cedeira que me trae recuerdos de otros muchos veranos en Galicia. Una foto de mis hijos bañándose de nuevo en el mar. Por favor, diviértanse, descansen, disfruten, atrévanse, descubran. Y, por favor, tengan mucho cuidado.