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El final del verano solía ser el momento, entre la pereza y la melancolía, en el que nos arrastrábamos de vuelta a lo cotidiano. Cuando nos esperaban cosas ciertas, más o menos seguras y aburridas, y dejábamos atrás otras que ahora nos parecen excitantes y extravagantes, como los viajes exóticos, los hoteles abarrotados, un affaire inesperado o una cena con paella de chiringuito a las 11 de la noche. Este año, los que hemos tenido la grandísima suerte de salir unos días de nuestro particular confinamiento, hacemos las maletas de vuelta en una especie de letargo surrealista. Con el martilleo amenazante de los contagios en progresión geométrica, las advertencias de los mismos sanitarios exhaustos a los que aplaudíamos y el ombliguismo político elevado a la enésima potencia.
Doblo camisetas con el ruido de fondo de la televisión que habla en bucle de rebrotes y de la vuelta, o no, al colegio. Y no sé de qué nos quejamos o qué nos inquieta o nos perturba, porque lo que nos recomiendan está muy claro: menos niños, más espacio, más profesores, menos contacto, desarrollo de clases on line (de verdad) por si las moscas y padres trabajando. ¿Y esto cómo se hace? A lo mejor cuando se publique esta carta lo sabremos, hoy es una lista de deseos tan realista como la paz mundial y el fin del hambre en el mundo.
Los colegios no son una cuestión de madres (sí, parece una broma, pero todavía vemos tertulias con “mamá a favor”, “mamá en contra”). Ni de padres. Volver a los colegios es una cuestión familiar, social y económica. Lo sabíamos en junio. Nos lamentamos en septiembre. Mientras tanto, escuchamos que es una tarea nacional, o autonómica, o que compete a las Comunidades. Que sería bueno un mando único o mejor una gestión a la carta. Que es culpa del virus por no haberse muerto con el calor. El negacionismo en la gestión debería ser tan poco impune como las manifestaciones de loquitos que terminan en la UVI con neumonía bilateral. De todas las lecciones valiosas que, se suponía, habíamos aprendido, ahora solo tengo clara una. Hay algo peor que el peor de lo errores: la inacción, la dejadez, la profunda incompetencia de quienes manejan o deberían manejar los asuntos públicos. Es decir, los nuestros.