revista
revista
El Black Lives Matter nos ha devuelto una de las imágenes más memorables del siglo pasado. La de dos atletas afroamericanos en el podio de los Juegos Olímpicos de 1968 en México, con la cabeza agachada y el puño en alto. Se llamaban Tommie Smith y John Carlos. Acababan de ganar el oro y el bronce en la final de atletismo de 200 metros. Sus manos enguantadas enseñaron al mundo el saludo del Black Power mientras sonaba el himno de su país. Hemos recordado muchas veces este gesto en las últimas semanas, un símbolo de la lucha contra el racismo pero también contra la pobreza y la discriminación. Aparece, recurrentemente, acompañando a otras terribles y mucho más recientes, las de Jacob Blake, tiroteado siete veces por la espalda por un policía, delante de su hijo, en Wisconsin.
En la foto de 1968, hay un tercer hombre. No es americano, sino australiano y blanco. Peter Norman, medalla de plata, posa al lado de sus dos imponentes contrincantes. No levanta una mano pero lleva, en la chaqueta de su chándal, una pegatina del Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos, una iniciativa contra el racismo en el deporte que veía en los Juegos una oportunidad única para la visibilidad. Para Smith y Carlos, expulsados por el Comité Olímpico Internacional, ese gesto fue el fin de sus carreras en el atletismo, pero de alguna manera, el inicio de un activismo que todavía ejercen y por el que son respetados y admirados.
¿Y Norman? Ese atleta australiano y blanco fue fulminado. Expulsado del equipo olímpico australiano, nunca volvió a participar en unos Juegos. Tuvo problemas con el alcohol y murió a los 64 años. Me parece importante recordar su historia en estos momentos. La de alguien que sintió que la discriminación de los demás, de sus compañeros, sus competidores, era también la suya. Sufrió el peor de los racismos, el de quien es castigado y destruido como un traidor a su privilegio