'One, Two, Three', 1961. / getty

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Amantes rubias, espías corruptos, ¿les suena?

"Si da la casualidad de que justo después llega algún informativo, les dará la sensación de que muchas de las patéticas tramas que estamos viendo estos días, ya la había inventado hace casi sesenta años Billy Wilder con mucha más gracia".

Me cuesta pensar en una película más divertida que Uno, dos, tres (One, Two, Three, 1961, por una vez una traducción indolora) de Billy Wilder. Seguro que recuerdan la historia: un ejecutivo americano de una multinacional de refrescos de cola, el Berlín de principios de los sesenta, la hija del jefe que llega de imprevisto y se enamora de un revolucionario de la Alemania Oriental. Y en pleno despegue capitalista post Guerra Fría, James Cagney chasqueando los dedos y dando órdenes mientras repite frenéticamente: “Uno, dos, tres…” y lidiando con espías, comunistas, capitalistas, niñas mimadas y secretarias sexis.

Volví a verla hace poco y volví a reírme a carcajadas. Está basada en una obra de teatro de Ferenc Molnár, húngaro, autor de Los muchachos de la calle Pal, una novela juvenil que muchos teníamos en casa al lado de los libros de Los Cinco. En la película de Wilder se condensa, cocinada con una brillante y caústica ironía, toda la historia de los dos bloques, rendidos ante una máquina de Coca Cola. Desfilan policías corruptos que trapichean en los dos bandos y se espían unos a otros. Rubias guapas que se lían con el jefe hasta que la cosa no da más de sí y tienen que cambiar de trabajo y de amante. Revolucionarios recalcitrantes que se deslumbran con un buen par de zapatos italianos y se entregan al capitalismo como si no hubiera un mañana.

Ambición, mentiras, apariencias, traiciones, trapos sucios, sobornos. Si tienen la suerte de no haberla visto todavía, no se la pierdan. Y si no, revísenla como yo un domingo por la tarde de sofá. Si da la casualidad de que justo después llega algún informativo, les dará la sensación de que muchas de las patéticas tramas que estamos viendo estos días, ya la había inventado hace casi sesenta años Billy Wilder con mucha más gracia.