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Hay una pregunta que nunca hacemos a nuestras entrevistadas. Y es esa tan manida de cómo se las apañan para manejar familia y carrera profesional. A lo mejor no están de acuerdo conmigo, pero no solo me parece un terrible lugar común, sino un terrible aburrimiento, que es incluso peor. Así que, por definición y casi diría por principios, evitamos alimentar esta idea tan antigua de que los hijos son, sobre todo, en realidad y para bien o para mal, responsabilidad de las madres y no de las familias. Es decir, de todos.
En la campaña electoral americana ha habido varios protagonistas mediáticos. Un debate vergonzante, el coronavirus milagrosamente curado de Trump y dos mujeres: Kamala Harris, 56 años, licenciada Ciencias Políticas y Economía y Derecho, fiscal general de California, senadora; y la jueza conservadora Amy Coney Barrett, 48 años, a quien el presidente ha querido impulsar al Tribunal Supremo. No podrían ser más distintas ni estar más alejadas en sus planteamientos, creencias y propuestas. Y, sin embargo, un artículo del New York Times encontraba un punto de vista común desde el que las han tratado medios de comunicación y sus propios partidos: los hijos o la falta de ellos.
Amy, alabada por los republicanos como una “madre devota” de siete y, precisamente por eso, una “superestrella”. Kamala, como la cocinera amantísima de la cena de su hijastro cada domingo. Y lo desolador no es que las definan los otros, sino que ellas mismas se siente obligadas a poner el foco precisamente en ese ángulo cuando quieren resultar cercanas. En lugar de contar, por ejemplo, que les gusta ver The Crown o tomarse una copa de vino por la noche. Amy explicó en su discurso de nominación que “aunque es jueza”, en casa es más conocida como “chófer y organizadora de cumpleaños”. La candidata a la vicepresidencia ha contado repetidamente que en casa la llaman “Momala”, una fusión de mamá y Kamala. Sus partidos, los dos, lo ven como un activo imprescindible. Sí, todavía. Y me pregunto hasta cuándo.