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Un engranaje perfecto, una estructura financiera sobre la que sostuvo durante décadas un fraude piramidal que engulló 62.000 millones de dólares. La muerte de Madoff podría servir para marcar el final oficial de una era, como hacen los historiadores con las batallas decisivas o las caídas de los imperios. Madoff ha muerto y la crisis anterior nos parece, al menos me parece algo que pasó no hace 10, sino 1.000 años.
¿Cómo fue un hombre capaz de engañar durante tanto tiempo a tantas personas de manera tan eficaz? Supongo que la explicación de la avaricia colectiva es demasiado simple. La caída de Madoff fue la de muchos otros, desde Nueva York a Dubai pasando por América Latina pero, sobre todo, fue la destrucción de su familia. Su hijo mayor, Marck, se ahorcó en su casa, mientras su bebé dormía en la habitación de al lado. Su hijo menor, Andrew, murió de cáncer. Recuerdo la foto borrosa de Ruth Madoff, su mujer, vagando por los pasillos de un supermercado de Long Island, mientras hacía la compra para volver a la casa minúscula a la que se había mudado, muy lejos del penthouse donde fue detenido su marido. Muy lejos de una vida que sirvió para Woody Allen imaginara en Blue Jasmine a esa mujer arruinada que se aferra al Birkin de 20.000 dólares y no tiene ni dónde pasar la noche ni la menor idea de cómo va sobrevivir al día siguiente.
Ruth Madoff sigue viva. Visitó a su marido en la cárcel hasta el suicidio de su hijo. Estos día estoy leyendo Luz de febrero, de Elizabeth Strout. Su protagonista escribe en su diario: “No tengo la menor idea de quién he sido. Sinceramente, no entiendo nada”. Supongo que debe de ser terrible llegar al final de tu vida con esa profunda sensación de extrañeza.