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De repente, ese sonido que nos recuerda a la era anterior al WhatsApp, es capaz de alegrar una reunión que se está torciendo o hacer que el corazón nos de un vuelco de alegría como cuando nos llamaba un novio de la universidad.
Estos días, cuando me reúno con mi equipo por las mañanas, felicitamos a quien ha recibido el día anterior su SMS con una alegría infantil y genuina. Hablamos de Pfizer, AstraZeneca y Moderna con la ligereza de quien elige entre Prada o Gucci para un estilismo. Echamos cuentas de cuándo vamos a poder celebrar nuestros SMS con una cañas o una cena con la alegría con la que hacíamos la maletas cuando se viajaba sin medida. Alguien comparte un plan, todavía pequeño como un fin de semana en la sierra o en un puente en Formentera, y los demás le miramos como si tuviera en el bolsillo un billete para el Orient Exprés. Algunos todavía seguimos en la misma mesa en la que hace un año nos preguntábamos cada mañana un poco ansiosamente “¿Cómo estás? ¿Y la familia?”, antes de darnos casi los buenos días, pero ahora nos dejamos arrastrar poco a poco por conversaciones banales, problemas cotidianos que habíamos aparcado y que no tienen que ver con el miedo o la enfermedad.
Tengo un SMS en mi móvil y he empezado a fantasear sin ninguna cautela con hoteles, con aviones, con conciertos, con fiestas. Y en esta especie de limbo todavía un poco indeterminado a veces siento una alegría tonta, el alivio de no tener que esforzarme todo el tiempo por ser optimista, por resistir, por pelear por lo que sea que hayamos estado haciendo todos estos meses. Y, simplemente, dejarme llevar un poco imaginándome lejos, ahí, en ese sitio que me gusta tanto…