vivir
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Que comer es un placer lo sabe (y lo dice) cualquiera. Pero hay ocasiones en las que los placeres van más allá y se convierten en pequeñas o grandes manías, excentricidades y delirios epicureístas con, a menudo, indigestos efectos secundarios.
Si siempre has creído que recoger compulsivamente las miguitas del mantel mientras esperas el postre es un tic insoportable... prepárate porque hemos encontrado a unos compañeros de mesa capaces de convertir una cena en un auténtico compendio de obsesiones a golpe de tenedor. Y esto no viene de ayer.
Ahí está Apicius, el primer gran gastrónomo de la historia, que allá por el siglo I d.C. dilapidó su fortuna en comer y beber: entre sus hitos, se sabe que alimentaba a sus cerdos con vino, higos y miel para potenciar su sabor y que organizaba bacanales en las que los sesos de ruiseñor se mezclaban con las lenguas de flamenco rosa. O cómo olvidar a Catalina de Médicis, figura clave para entender el éxito del aceite de oliva en la dieta mediterránea, inventora de la salsa bechamel, adicta a los helados y obsesionada con la numerología.
Tanto, que en un almuerzo de postín sirvió cantidades de alimentos que solo eran divisibles entre tres: 33 liebres, 33 corderos asados, seis cerdos, 66 faisanes, 66 gallinas para hacer caldo, tres partidas de judías, tres de guisantes y 12 de alcachofas. Quizá algo de videncia hubo en ello porque imaginaba un futuro con tres estrellas Michelin. Un menú para contarlo, sí. Buen provecho.
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