El día más feliz de mi adolescencia fue aquel en que me libré de las matemáticas. Ocurrió después de aprobar (con más de un año de retraso) las de segundo de BUP. El profesor que me aprobó, con muy buena voluntad, me hizo prometer que jamás iba a dedicarme a algo relacionado con los números. Desde entonces me he aplicado en cumplir aquella promesa. Puedo decir orgullosa que lo he conseguido: no sé ni resolver una raíz cuadrada.
Mis hijos se parecen a mí en esto, pobrecitos, en distintos grados. Dos de tres tienen pesadillas con las mates. El mayor está muy contento de haberlas perdido de vista para siempre (remarca estas dos palabras), aunque no se le daban mal del todo. La niña no las aprueba sin la intervención de profesores particulares, que sufren lo suyo. El menor es el único que ha salido a su padre: las entiende, las soporta, a veces las disfruta.
La humanidad se divide en dos clases de seres humanos: los que tienen una relación conflictiva con las matemáticas y los que no. Me hubiera gustado que mis hijos fueran del segundo grupo, pero no he sido capaz de inocularles amor por algo que solo me inspira amargura y recuerdos frustrantes. Lo lamento de verdad, porque estoy cansada de leer artículos seudocientíficos que afirman que la inteligencia depende del conocimiento de las matemáticas, igual que la agilidad mental, el pensamiento analítico o la lógica. Los genios, afirman, siempre han sido buenos con los números. Estamos en una época en que parece que las humanidades sean cosa de tontos o inútiles.
De acuerdo, no somos genios matemáticos. Pero tampoco está mal saber hilvanar palabras, componer un acorde, resolver conflictos, hablar como sofistas, entender una obra de arte, sentir curiosidad por lo distinto, recitar poemas de memoria, razonar incluso si no estás de acuerdo. ¿O hay que defenderse y recordar que el mundo es hermoso porque está lleno de personas diferentes, con talentos diferentes?
Uno de los mejores consejos que me han dado en mi vida fue el siguiente: no pretendas convertirte en profesora particular de tus hijos. Tenían razón. Además del tiempo, la paciencia y la poca energía que te queda después de hacerlo, pierdes la credibilidad. Es mejor perder solo el dinero que te va a costar contratar a alguien que les dé clases particulares. Desde que hice caso a este consejo, los aprobados de mis hijos son más felices.
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