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De la Casa de la Pradera, al salón de los Soprano

¿Se puede hacer una radiografía del siglo XX americano a través de sus series de televisión? Con esta exploración de las casas y los hogares catódicos, iniciamos una serie de verano sobre los distintos territorios en los que transcurren nuestras ficciones favoritas.

La cara y la cruz de las familias americanas: los Ingalls, colonos del oeste; y los Soprano, mafiosos de Nueva Jersey. / D.R.

Jorge Carrión Madrid

No sabemos pensar la ciudad sin el campo, su origen. Ni la casa sin imaginar la cabaña, su primera formulación. Ni los Estados Unidos sin su vanguardia: los pioneros. Si imagináramos una historia de ese país tal y como ha sido representada en las series de televisión, veríamos que la idea de hogar va evolucionando desde las caravanas del western y los campamentos de los mineros con fiebre de oro hasta las modernas residencias familiares con una extrema lentitud, como si durante la primera mitad del siglo XX no hubieran existido casas, mansiones, barrios.

La casa de la pradera, por ejemplo, no es propiamente una casa. La traducción más adecuada del título original sería "casita", pero en realidad es una cabaña grande. En México, Little House in the Prairie se tituló Los pioneros, porque precisamente ésa es la condición de la familia Ingalls: viven en la frontera y la sufren, son la avanzadilla civilizatoria en uno de los tentáculos del Oeste. Una avanzadilla que, como vemos en Deadwood otra serie western, ambientada en ese mismo territorio y en esa misma segunda mitad del siglo XIX está condenada a institucionalizar, a urbanizar, a generar urbe.

Por eso, el edificio más emblemático de ese pequeño pueblo minero llamado Deadwood, que vemos crecer durante tres temporadas shakesperianas, extraordinarias, no es la iglesia ni la escuela ni la comisaría ni el ayuntamiento que no existe ni la casa de madera a las afueras, sino el burdel, donde encontramos al villano Al Swearengen actuando como auténtico alcalde benefactor del pueblo.

En The Knick, que ocurre en el Nueva York de 1900, el cirujano protagonista se pasa las noches en un fumadero de opio o trabajando en su despacho: para él su casa es como un hotel. Viven en auténticos hoteles Nucky Thompson el protagonista de Boardwalk Empire, ficción mafiosa ambientada en los años 20 e Ike Evans el de Magic City, ficción mafiosa sobre los años 50, mientras que lo hacen en las caravanas de un circo ambulante los freaks de los años 30 de Carnivale y en barracones militares del desierto los científicos protagonistas de Manhattan, que están construyendo la primera bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial.

Salones de fiesta:

Salón de fiesta: el barroquismo aspiracional de Empire / D.R.

Pareciera como si durante la primera mitad del siglo XX los Estados Unidos de América continuaran confundiendo el espacio público con el privado en hogares movedizos como las vidas que albergan, herederos de la larga tradición de la vida nómada de los pioneros.

"El nómada americano habla dos lenguas: el inglés y el automóvil", escribe Bruce Bégout en Lugar común. El motel americano, un ensayo sobre esa fusión tan yanqui, la del motor con el hotel. El sueño americano solo cuaja en un estilo de vida regulado arquitectónicamente después del triunfo en la segunda gran guerra, cuando nace el imperio.

La circulación vital y espiritual de la generación Beat, los clubes de moteros y el movimiento hippie, así como la expansión militar internacional, se pueden entender como los aspavientos de resistencia ante el definitivo sedentarismo de un país que hasta entonces se había concebido a sí mismo en perpetuo movimiento.

No es hasta las ficciones ambientadas en los 50, 60 y 70, como Masters of Sex o Mad Men, cuando las casas modernas adquieren un perfil claro, que define con su diseño los electrodomésticos, la ropa, los peinados de sus habitantes. Y su moral también estereotipada. Mientras que con su mujer y con sus hijos habita convencionalmente en una espaciosa casa con jardín, cuando el doctor Masters se cita con su amante Virginia Johnson lo hace en hoteles de ciudades cercanas.

El lujo:

El hotel como refugio y alternativa a la claustrofobia del hogar convencional en Masters of Sex / D.R.

Mucho más promiscuo y arrebatador, igualmente traumatizado desde la infancia, Don Draper invade una y otra vez las camas de sus amantes de Nueva York y regresa después en tren a su casa de las afueras, hasta que se separe al fin de Betty y se traslade a un apartamento de soltero en las alturas de un edificio de la metrópolis. Al menos desde Rastignac, el héroe de Balzac, identificamos a quien mira la ciudad desde lo alto como a un depredador que quiere conquistarla sexual, social y económicamente tres caras de un mismo deseo.

De las casas de la pradera y los hoteles pasamos durante la segunda mitad del siglo pasado, por tanto, a las casas adosadas de los suburbios estadounidenses. Si las mujeres estuvieron durante siglos confinadas a los conventos, los burdeles o las cocinas, en el siglo en que consiguieron tener plenos derechos la mente masculina las alejó una vez más de los centros de poder, condenándolas a la calma de la periferia. La separación geográfica entre el mundo profesional (de los hombres) y el mundo familiar (de las amas de casa).

Ese paisaje de uniforme clase media que tan bien retrató en 1990 Eduardo Manostijeras como incubadora de las nuevas formas del mal, esas casas idénticas como ovejas clonadas que nos hemos acostumbrado a ver desde el cielo, desde el plano aéreo, desde Google Earth: parecen celdas. Y sus habitantes, sobre todo mujeres, prisioneras. Las Libby Masters o las Betty Draper de los años 50, 60 y 70 fueron seguidas por las Amas de casa desesperadas del siglo XXI. No visten uniformes de presidiarias, pero como si lo fueran: como si estuvieran en una cárcel de barrotes y muro simbólicos, tratan de sobrevivir al tedio, a la asfixia, a la violencia masculina, a los días que de algo hay que llenar.

La estandarización del interiorismo doméstico también recorre los fastuosos apartamentos de los millonarios. En Suits o en The Good Wife los abogados protagonistas, acostumbrados a las bonificaciones y a los pleitos de facturas substanciosas, viven en escenarios de lujo de decoración exquisita que, en el fondo, no son tan distintos a los de los hoteles de lujo, también exquisitamente decorados.

El despacho se convierte en un espacio más íntimo y revelador que el propio hogar en series como Suits o Hannibal, en la que el exquisito gusto del protagonista compite con su no menos exquisito apetito. / D.R.

En el caso de Suits, el despacho de Harvey Specter, con su colección de balones de baloncesto dedicados por estrellas de la NBA o su impresionante discoteca de vinilo, posee una dimensión mucho más íntima que su casa espectacular, que solo vemos cuando desayuna con alguna de sus amantes. Mientras que ellos sí habitan la ciudad, la mayoría de sus clientes se encuentran a sus afueras, en urbanizaciones de lujo, en mansiones pintorescas.

Se reproduce de ese modo la estrategia clásica del relato policial: mientras que el detective o el comisario convierten su oficina o la comisaría en su hogar, al ir visitando a las víctimas, a los victimarios y sobre todo a los sospechosos van viendo el catálogo de todos los tipos de hogares y de familias a los que ellos, en su vida íntima, jamás tendrán acceso.

La versión kitsch de esa escenografía del poder la encontramos en los hogares de la cara B de los millonarios profesionales: los millonarios ilegítimos, los criminales que se han enriquecido aceleradamente, como Ray Donovan, Tony Soprano, la familia de Empire (o, en Europa, los camorristas de Gomorra). En su imitación de los acentos, los rituales, el mobiliario, el arte, en fin, el modus vivendi de los "auténticos" ricos, se producen parodias involuntarias y excesos que el espectador percibe como gritos o berreos.

No hay más que pensar en todo ese oro y en esos sillones de anticuario y en esos televisores enmarcados en los pisos de los traficantes y asesinos napolitanos de Gomorra. Los edificios se caen a pedazos, corroídos por la miseria, pero en algunas de sus viviendas se acumulan quilates de lujo sin ningún tipo de sentido. O sin más sentido que el de lo real: porque tanto los mafiosos italo-americanos como los reyes del hip-hop o los delincuentes de la Scampia viven realmente así.

Toda esa mediocridad, todo ese mal gusto, tiene en Hannibal su redención imposible, su balón de oxígeno, su contrapeso simbólico y quién sabe si necesario. Mientras que Dexter vive en un apartamento de soltero de Miami con vistas a una piscina, come rosquillas y bebe cerveza, el otro gran asesino psicópata de la tercera edad de oro de la televisión habita uno de los espacios más exquisitos que se han visto en la pequeña pantalla, cocina los platos más elaborados que se han visto en la caja lista y solo bebe carísimos vinos europeos (mientras cena con amigos o cultiva su alma, porque obviamente nunca ve televisión).

El jardín vertical del comedor del doctor Hannibal Lecter. La sofisticadísima cocina de última generación del doctor Hannibal Lecter. El estudio donde lee, dibuja y escucha música clásica el doctor Hannibal Lecter. El alucinante palacio que alquila en Florencia el doctor Hannibal Lecter. Mientras que el personaje interpretado por Anthony Hopkins era condenado a la prisión sin glamour, el que encarna Mads Mikkelsen se pasea por los contextos más y sofisticados que se han visto en televisión (¡pero si hasta los platos han sido pensados por un food designer!).

Sólo una vasta cultura es capaz de personalizar realmente el espacio cotidiano, doméstico; solo el psicópata de origen europeo quiere diferenciarse por su hogar. Ser ciudadano de los Estados Unidos significa precisamente lo contrario: ostentar un estilo de vida, un coche, un garaje, un jardín, una casa, una decoración lo más parecida posible a los de los vecinos, a quienes se espía disimulando mientras se riega el césped o se saca la basura.

Temporada a temporada, cada serie construye su propio horizonte reconocible. Un espacio común en que como espectadoras, nos sentimos como en casa, junto a la familia de personajes que hemos adoptado. Por eso no es de extrañar que tantas series terminen con una huida. Don Draper vagabundeando por la América profunda. Dexter en un lancha adentrándose en el mar. Claire Fischer abandonando la casa funeraria en que ha pasado toda su vida, para comenzar una nueva etapa en la otra punta de los Estados Unidos. Jax Teller a bordo de su moto, huyendo de la policía. Tras una vida sedentaria, recuperan en el último suspiro el espíritu pionero.

Heidi / D.R:

La cabaña europea

Como casi todo, antes de ser parte del imaginario norteamericano la cabaña también fue un símbolo europeo. En el universo televisivo, tal vez la cabaña de Heidi sea la más icónica. Una niña huérfana, su abuelo, un pastor, la niña de ciudad en silla de ruedas y la mítica señorita Rottenmeier: ¿se podría imaginar una "familia" menos convencional que la de Heidi? Y sin embargo el espacio que asumen simbólicamente como hogar no es otro que una cabaña propia de Arcadia, tan similar a la de Thoreau. Es solo allí, fuera de la ciudad prosaica, donde se puede producir la poesía, el milagro: la niña inválida se levanta y anda.

Imperdibles:

  • La casa de la pradera (NBC: 1974-1983). Las aventuras y desventuras de la familia Ingalls. Inolvidables el patriarca Charles y la futura narradora, su hija Laura.

  • Deadwood (HBO: 2003-2006).Creada por el genial David Milch, recrea la historia de un pueblo real del Salvaje Oeste.

  • The Knick (Cinemax: 2014-1016). Creada por Steven Soderbergh y protagonizada por Clive Owen, recrea el Nueva York de 1900, una metrópolis en formación.

  • Masters of Sex (Showtime: 2013-). Reconstruye, combinando realidad y ficción, la peripecia de los doctores Masters y Johnson, pioneros en el estudio científico de la sexualidad humana.

  • Hannibal (NBC: 2013-2015). Creada por Bryan Fuller e inspirada en las novelas de Thomas Harris, fabula la vida en libertad de Hannibal, sibarita y culto, que ayuda al FBI y será finalmente perseguido por él.

20 de enero-18 de febrero

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