Si tuviera que escoger un único final de una serie de televisión, aunque el de A dos metros bajo tierra me siga pareciendo perfecto y me siga emocionando cada vez que lo veo en Youtube, me inclinaría por el de The Shield. La obra maestra de Shawn Ryan castiga a su (anti) héroe de un modo absolutamente justo con sus delitos y faltas, pero por completo inesperado. Condena al policía hiperactivo y corrupto, en los minutos finales, a una oficina. A una oficina kafkiana, de cubículos idénticos.
A una oficina que es mil veces peor que una cárcel. Porque sabemos que en prisión Vic Mackey hubiera sobrevivido, adaptándose rápidamente a los códigos y la violencia propios de esos espacios de vigilancia y castigo. Pero en esa oficina él, acostumbrado a resolver los casos mediante un cóctel de músculo, neuronas, pólvora y corrupción, solo podrá apagarse, hasta llegar a ser muy pronto una sombra de sí mismo.
Durante siete temporadas, el equipo especial que dirige Mackey ha habitado en una sala de la comisaría de uso exclusivo. Esa burbuja de libertad y trapicheos se inserta en un conjunto de dos pisos, una antigua iglesia convertida en central de policía, con las jaulas de los calabozos en la parte central de la planta baja, rodeadas de escritorios, y los despachos y la sala de interrogatorios en la planta superior. La acción ocurre en el ficticio distrito Farmington de Los Ángeles, más conocido como The Farm (la granja); y las dependencias policiales son llamadas The Barn (la cuadra).
Los nombres responden a la concepción de la vida que predomina en ese barrio marginal: más animal que humana, más física que intelectual. El equipo especial combate el crimen organizado y las bandas poniéndose a su misma altura moral. Son eficientes porque son infames. Asesinan a un compañero en el capítulo piloto y durante 88 episodios esperamos a que todos y cada uno de los culpables paguen por ello. Sobre todo su líder, el carismático y putrefacto Vic Mackey.
Durante todas esas horas de adrenalina y suspense nos movemos por la ciudad esperando el momento en que MacKey, que escapa de todas las trampas y de todas las investigaciones, que siempre se sale con la suya, caiga al fin en las garras de la justicia, aunque sea poética. Como nunca ocurre, nos agarramos con desesperación al último capítulo como a nuestra última esperanza. Que muera, que vaya a la cárcel, que pague sus deudas de una vez por todas.
Entonces: el giro genial. Lo destierran. Pero no a una isla remota, como a los personajes de la Antigüedad, sino a un espacio cercano, a una región del mismo imperio de la ley al que él en realidad pertenecía, a una oficina de funcionario, a una prisión de burócratas. A una colmena donde el rey de la granja es un zángano más, otro entre tantos anónimos obreros, un número de expediente, una rutina: nadie.
El estreno en 1960 de El apartamento de Billy Wilder fijó en el imaginario colectivo la imagen de la oficina como colmena. La fotografía en blanco y negro de Joseph LaShelle y la puesta en escena de Alexandre Trauner han pasado a la historia por esas sucesiones infinitas de escritorios y de trabajadores ajetreados con sus teléfonos y sus máquinas de escribir, bajo la impresionante cuadrícula iluminada del techo.
Para acentuar la profundidad de campo, situaron en el fondo a los extras más bajitos e incluso a niños. Había que comunicar la sensación de que aquella oficina era infinita, de que allí el trabajo en cadena no se terminaba nunca. Bud, el protagonista, es lo opuesto de Bartleby, el escribiente creado por Melville: no sabe decir no. De modo que, cuando se corre la voz entre sus jefes de que posee un apartamento ideal para los encuentros extramatrimoniales, hasta cinco veces dirá: "Sí, por supuesto que se lo presto". Pero hemos olvidado el interior arquitectónico de esa sexualidad adúltera, mientras que ha quedado en nuestra memoria el de la oficina multitudinaria e insectívora.
Mad Men ambienta en esa década las sucesivas oficinas de sus protagonistas. Cuando al final de la tercera temporada Sterling, Cooper y Draper refundan su propia firma y se mudan a un espacio más pequeño, lo hacen tanto por razones de guión como por ajustes de presupuesto (para pagar a menos extras que tecleen en su escritorio o que vayan de un lado para otro con fotocopias en las manos o charlando distraídamente: siempre me han fascinado esos personajes sin voz ni voto, esos millones de personajes absolutamente secundarios, toda esa materia extra y no obstante fundamental de nuestra fantasía).
Pero en todas las oficinas de la serie, sean grandes o pequeñas, se reproduce el mismo esquema jerárquico. Las secretarias conviven en espacios comunes, a menudo incluso en pasillos, mientras que los directores creativos y ejecutivos sí que poseen sus propios ámbitos de intimidad. Intimidad explícita: en los sofás de sus despachos duermen la siesta, se emborrachan o se acuestan con sus secretarias.
De hecho, Mad Men puede leerse como la historia de dos mujeres, Peggy Olson y Joan Halloway, que comienzan en la colmena y consiguen tras mucho esfuerzo disfrutar de las ventajas y las servidumbres de un despacho propio, pues la mujer trabajadora del siglo XX hereda el deseo de Virginia Woolf: no se puede crear sin una habitación propia. No es casual que ese ascenso sea paralelo a la incorporación en la agencia de publicidad de personal afroamericano o a la relajación formal del ambiente, que a finales de los años 60 se olvida parcialmente de las corbatas y se llena de humo de porros.
Pero el informalismo es temporal. Como se observa en Wall Street (1987), el film de Oliver Stone, o en American Psycho (la novela de Brett Easton Ellis, de 1991, y la película que dirigió Mary Harron en el 2000), la división entre la colmena y los despachos individuales sigue dominando el espacio laboral de los agentes de Bolsa o de inversión, igual que lo hace en el mundo de los agentes de seguros retratado por Billy Wilder o en de los publicitarios que dibuja Mad Men.
La fotografía metálica, impersonal, levemente azulada de The girlfriend experience reproduce en nuestros días una colmena que extrema la alienación de los años 90. La protagonista, prostituta de lujo y estudiante de Derecho, hace sus prácticas en el bufete Kirkland & Allen. El grado de incomunicación entre las compañeras es altísimo, brutal. La desconfianza prima sobre cualquier otra actitud.
El espacio está diseñado para primar esa sensación de distancia carcelaria. Todo es idéntico a sí mismo. Las mesas blancas y las sillas negras. Los mismos teclados, las mismas pantallas. La misma luz que cae de los rectángulos del techo. Cada empleada es separada de la siguiente por una breve pantalla transparente. También son de cristal las paredes de los despachos de sus superiores. Como si se camuflara la jerarquía y la parcelación con una falsa horizontalidad.
En el siglo siglo XXI conviven las oficinas con paredes y cubículos con los grandes espacios de trabajo sin ningún tipo de muros. Las empresas tecnológicas han expandido ese modelo de entorno laboral de horizontes abiertos, entendido como una evolución cultural que favorece la cooperación y la creatividad. En House of Cards nos encontramos con dos redacciones de medios de comunicación: la del diario tiene mesas, sillas, paredes; la del medio digital, no: los periodistas escriben en sus ordenadores portátiles sentados en cojines en el suelo.
Sin llegar a ese extremo casi paródico, una de las representaciones más elocuentes de la mutación de la colmena de El apartamento la vemos en las últimas temporadas de The Good Wife, con la incorporación en la trama de la video-vigilancia masiva de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional). Los agentes son todos jóvenes desenfadados, que visten de modo absolutamente informal, y se pasan el día escuchando en sus cubículos conversaciones ajenas y mirando sus grandes pantallas de ordenador.
La mirada de la serie sobre esa realidad escalofriante es irónica y carnavalesca. Los muchachos conversan entre ellos, hacen bromas sobre lo que escuchan, se comportan como si fueran empleados de Google o de Facebook y no de una agencia oficial de espionaje. Pero que el paisaje sea en color y no en blanco y negro como en la película de Wilder, ni gris metalizado como en The girlfriend experience no significa que no sea igualmente alienador.
La colmena solo es representada como un ambiente estimulante y creativo en las obras dramáticas de Aaron Sorkin, que constituyen la necesaria reserva de oxígeno de un universo serial contaminado de dióxido de carbono. Tanto en El ala oeste de la Casa Blanca como en The Newsroom encontramos ambientes laborales en los que cooperan grandes equipos de personas con muchas mesas y muchos teléfonos y mucha tecnología y mucha gente que va y viene, por un gran objetivo común.
Los famosos planos de personajes que hablan rápidamente al tiempo que caminan actúan como hilos que cosen las diversas zonas de la oficina, como si todos y todas fueran piezas igualmente valiosas de un mecanismo bien engrasado, de un organismo que sirve efectivamente al presidente y a los ciudadanos, en la serie política, y a la audiencia inteligente, en la periodística. Por esa razón en tantas otras series predominan los planos que aíslan a los personajes, mientras que en las de Sorkin son tan importantes los planos que reúnen a dos personas que hablan; o el traveling circular que retrata una conversación alrededor de una mesa.
Mientras la colmena y el despacho refuerzan la idea del trabajo atomizado, la sala de reuniones deviene el símbolo del trabajo conjunto. Esa contraposición se da en todas las series. En The Shield acentúa la separación moral y operativa entre el equipo especial y el resto de policías y detectives de la comisaría. En Mad Men, The Good Wife, El ala oeste de la Casa Blanca o The Newsroom, la sala de reuniones es el espacio de la discusión, de la puesta en común, de la asamblea, tanto del conflicto como del acuerdo.
Obviamente no vemos ninguna auténtica reunión en The girlfriend experience, tal vez la serie que está llevando más lejos la soledad de su protagonista (aunque todos los protagonistas seriales se encuentren esencialmente solos). La sala de reunión es el ámbito donde se encuentran la colmena y el despacho. La zona neutral de una oficina . Una extrapolación del salón de nuestra propia casa, ese espacio fronterizo en el que, a través de la pantalla, millones de espectadores nos reunimos cada día con nuestros aislados personajes de ficción.
Seguramente The Office tanto en la serie original británica creada por Ricky Gerrvais, como en la versión americana sea la oficina más famosa del mundo. A través de ella accedimos a las muchas desventuras y algunos éxitos de los empleados de una compañía papelera. La serie apostó por el estilo de falso documental, que todavía no era común en las comedias de situación, convirtiéndonos a nosotros, los espectadores, en mirones. Como en Gran Hermano, nos acostumbrábamos a espiar ese otro ámbito igualmente desprovisto de exotismo, el laboral. Y a reírnos de esas otras versiones de nosotros mismos.
The Office (BBC Two, 2001-2003) y (NBC, 2005-2013). La serie creada por Ricky Gervais triunfó también en su versión americana, en gran parte gracias a la actuación de Steve Carrell .
The Shield (FX Networks, 2002-2008). La ficción creada por Shawn Ryan logra lo imposible: hacernos sentir (cierta) empatía por un policía corrupto, el tan efectivo como violento Vic Mckey, que dirige una unidad especial en un barrio peligroso.
Mad Men (AMC, 2007-2015). Matthew Weiner logró un clásico instantáneo con esta ya célebre serie sobre publicistas en los 60. La serie más estilosa de la TV.
The girlfriend experience (Starz, 2016). Remake serial de una película de Steven Soderbergh, que participa como productor ejecutivo. Narra en un fría estética azulada el día a día de una estudiante de Derecho que es, al mismo tiempo, prostituta de lujo.
Jorge Carrión es autor de Teleshakespeare (Errata Naturae, 2011) y Librerías (Anagrama, 2013). @jorgecarrion21
20 de enero-18 de febrero
Con el Aire como elemento, los Acuario son independientes, graciosos, muy sociables e imaginativos, Ocultan un punto de excentricidad que no se ve a simple vista y, si te despistas, te verás inmerso en alguno des sus desafíos mentales. Pero su rebeldía y su impaciencia juega muchas veces en su contra. Ver más
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