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Cuenta la leyenda que un valiente caballero llamado Jorge se enfrentó a un malvado dragón para rescatar a una princesa. Decidido a arrancarla de sus fauces de fuego, le clavó su espada hasta el corazón. De aquella herida manó una sangre tan roja y mágica, que originó, dicen, un precioso rosal. Existe otra versión sobre la presencia de la rosa en la tradición: las familias nobles celebraban el día del patrón de la ciudad acudiendo a misa a la capilla de Sant Jordi y, a la salida, ellos compraban rosas en la feria florar que se celebraba, cada año y allí, precisamente ese día. Sólo después de 1997, cuando la Unesco designó el 23 de abril como Día del Libro en conmemoración del fallecimiento de Cervantes y Shakespeare, comenzó la costumbre de que las mujeres devolvieran el obsequio en forma de libro. ¿Por qué?
No hay que ser un lince para percatarse de lo injusto del reparto: nosotras podemos adornarnos y poco más con una rosa que se marchitará en pocas horas; ellos, en cambio, tienen a su disposición muchas horas de escapismo literario gracias a un objeto que jamás se echa a perder. Nosotras hemos de darle vueltas y más vueltas al título que elegimos como regalo para nuestros cómplices masculinos. A ellos la tradición se lo da todo resulto: no tienen qué pensar. Está claro que con el papel de princesa nos han timado.
La cuestión tiene aún menos sentido si atendemos a la última Encuesta de Hábitos y Prácticas Culturales en España, realizada en 2015 por el INE. Resulta que las mujeres demostramos más afición por la lectura en todos los frentes: un 66,5% declara leer libros al menos una vez al año, frente al 57,6% de los hombres; un 25,2% acude frecuentemente a las bibliotecas (ellos, un 20,2%); y un 8,3% accede a los catálogos digitales de las bibliotecas, frente al 7,5% de los hombres. ¿Por qué no les regalamos nosotras a ellos esa rosa?
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