Hay que ser muy valiente para dar un paso al frente y admitir en público que se ha sido objeto de abusos sexuales. No hablo solo de violación, sino de esos abusos que llevan sucediendo desde el principio de los tiempos y que tienen que ver con la situación de “superioridad” de la que han gozado los hombres.

Hasta ahora, a los hombres se les reía la gracia cuando presumían de sus hazañas sexuales. La sociedad solía complacerse ante esas manifestaciones de machismo, señalando a la mujer y alabando a los hombres; pero eso se ha acabado. Algunos se lo van a tener que pensar dos veces antes de sacar pecho y ponerse hacer recuento de sus aventuras sexuales. Porque claro que ha habido abusos en todos los ámbitos, no solo en el ambiente glamuroso de Hollywood, sino en cualquier oficina, fábrica o puesto de trabajo y, desde luego, también en la intimidad del hogar.

La pregunta que hacen algunos maledicentes es: “¿Y por qué esas mujeres permitieron esos abusos? ¿Por qué no dijeron simplemente “no”?”. Quienes hacen esa pregunta no saben lo que es el peso del machismo, cómo a las mujeres, durante siglos, se nos ha preparado para complacer y obedecer a los hombres, para aceptar una supuesta superioridad. Salir de ese círculo vicioso no es tarea fácil.

Sí, ha sido difícil decir “no”. Y durante siglos las mujeres hemos aceptado resignadamente los abusos con una sensación profunda de nausea. Uno de los errores que solemos cometer es juzgar lo que sucedió ayer con los ojos de hoy. Eso nos lleva a la incomprensión. Porque con los ojos de hoy puede ser difícil comprender que muchas mujeres fueran incapaces de decir “no” a la mano babosa del jefe o al abuso del marido. Por miedo, por quedarse bloqueadas, por no quedar como unas meapilas, por tantas razones.

Por eso me parece indecente que haya quienes creen que, si a una mujer la violan, es porque ha dado pie; que si el jefe le ha metido mano, es porque ella le ha provocado; que si un chico la besa de repente y ella se aparta, en realidad ella estaba buscando ese beso.

Y qué decir de quienes encuentran un eximente en esos comportamientos repugnantes, aduciendo que si las mujeres no lleváramos minifalda o escote o maquillaje, que si no saliéramos solas a ciertas horas de la noche, no nos pasaría nada. En realidad, quienes dicen estas cosas son unos reaccionarios que creen que la virtud de la mujer se guarda envuelta en metros de tela; vamos, que nos pondrían burkas a todas.

Sí, hay que ser muy valiente para hablar de alguna situación en la que se ha sido victima de esa supremacía masculina, que deja una huella grabada en el alma, pero que no se verbaliza por miedo al estigma. Afortunadamente, empiezan a cambiar las tornas y van a tener que ser ellos los que tendrán que avergonzarse de haber abusado de una mujer y de presumir de haberlo hecho. Ahora, los estigmatizados serán ellos.

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