Una ilustración de Maite Nieba para Encuentros de verano. / maite niebla

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Cuentos de verano: "Vernos", por Espido Freire

Los cuentos son para el verano y también la nostalgia. ¿Se reencontrará Ana con sus viejos compañeros? Empezamos con Espido Freire una serie de relatos para leer en la playa.

Tienes que ir –me dice, resuelta, mi hija, con la invitación que acabo de recibir en la mano–. ¡Tienes que ir, mamá, o si no, te arrepentirás toda tu vida!

Sus ojos están encendidos con la misma pasión que muestra cuando me intenta convencer de que lo mejor para mí es comprarle un capricho nuevo, o permitir que se salga con la suya, como si poseyera ella una verdad que a mí se me escapa por mi edad o mi torpeza. En esos momentos mi hija es una preciosidad, un fuego que arde a alta temperatura, una fuerza de la naturaleza que podría arrasarlo todo.

Es una niña aún, aunque comienza a dar pasos hacia ese mundo extraño y oscilante de la adolescencia, y para ella reencontrarse con viejos amigos aún tiene que ver con la alegría de los veranos que reúne a quienes viven en lugares muy lejanos, y con la esperanza de que un viejo romance reviva. Para mí, en cambio, el primer aviso de que mis viejos compañeros del instituto organizaban un reencuentro 20 años mas tarde no me despertó la menor nostalgia; confirmé por curiosidad, o por inercia, no lo sé. Por no cerrarme puertas antes de haber curioseado por el hueco entreabierto. Y la invitación formal, de no haber sido por la niña, hubiera corrido la misma suerte.

–¡Pero tienes que ir! Y encontrarte con la tía Ana, y con el resto de la clase, y que vean lo guapa que estás y lo bien que te ha ido en la vida…

–Pero, hija…

–… y nos sacaremos fotos Lucas y yo para que puedas enseñárselas y presumir de tus hijos. Va a ser muy divertido, mamá, yo te ayudo.

Me dejo llevar un poco por su entusiasmo, que hace un momento no había brotado aún. No me ha ido particularmente bien en la vida; no, desde luego, como imaginaba cuando compartía las aulas con aquellos compañeros, pero tampoco mal. Entonces un puñado de nosotros rebosábamos sueños de grandeza. Queríamos dejar la ciudad, viajar, formar una familia, comernos el mundo. Otros, en cambio, aspiraban a que todo continuara exactamente igual, aquellos que heredaban un comercio, o un despacho, o que sabían que su vida estaría resuelta mientras no se alejaran de la sombra de su familia.

En cierta medida, he conseguido todo eso, y el pequeño grupito de ambiciosos con el que me he mantenido en contacto, también. Pero la vida, ah, la vida, no es como imaginábamos que sería entre aquellas aulas con tanto eco, las mesas verdes, los percheros fijados a las paredes. Tampoco podíamos sospechar que aquellas personas que entonces nos importaban tanto dejarían de observar nuestros movimientos, y de opinar sobre lo que hacíamos. El mundo pequeño de aquellos años se amplió y se complicó, a veces, para nuestro alivio, y otras… otras no.

Si acudo, como me piden, a esa cena de reencuentro, este verano, seguida de ese baile que nunca tuvimos, porque nuestra generación ni siquiera podía soñar con lo que veíamos en las películas que ocurría en institutos remotos, ¿de qué les hablaré? ¿Cómo puedo resumir estos 20 años, esta vida entera, a unas personas que lo fueron todo y que con el tiempo han pasado a ser un recuerdo? ¿Con esa falsa modestia que sé que desplegará Isabel, que tan bien le ha funcionado durante todos estos años? ¿La discreción de quien se sabe superior, y de quien exige, sin levantar la voz, que se le reconozca? ¿O sin decir nada pero cubierta de señales de opulencia, como sé que hará mi otra amiga del alma, Ana, el bolso correcto, los brazaletes con el logo exacto, hasta la agenda con esas señales que solo interpretan los que se encuentran en su mismo mundo? Y, sin embargo, fueron mis mejores amigas, en cierta medida aún lo son; solo puedo imaginarlas en un papel parecido al que interpretaban entonces, no como las mujeres inteligentes y cariñosas y agobiadas y un poco neuróticas que veo ahora.

Para mi hija un baile y una cena trae ecos de un palacio y de una princesa que, algo tímida, se acerca a las puertas con un vestido nuevo, y quizás se encuentre con su príncipe. Me extraña en toda esta escena que haya borrado a su padre, al que adora, y que desde luego, no se encontraba en mi vida entonces, ni tiene mucho sentido que me acompañe ahora. Ella desconoce las trampas de la nostalgia, esas que, como un túnel directo al pasado, nos vuelven a revolucionar el corazón y las esperanzas.

Porque sí, alguna vez le he hablado, creo, de Lucas, ese chico alto y distante de quien estuve tan enamorada como ella lo está ahora de Joaquín; pero ni a ella ni a nadie le he contado la verdad, ni siquiera entonces a Ana, que, codiciosa de todo lo ajeno, podría habérmelo robado, ni a Isabel, que creía que a todo tenía derecho. Y, sin embargo, ellas debían intuir hasta qué punto yo sufría por él y por su completa indiferencia hacia mi presencia, mi pelo algo lacio, los cuatro granos por los que ahora se tortura mi hija y mis mofletes aún infantiles.

Debía intuirlo, como lo sospechó mi madre en un chispazo de lucidez, muchos años más tarde, cuando le dije, embarazada del niño, que queríamos llamarle Lucas.

–Ahora todos se llaman Lucas –dijo, como todo comentario, pero no hacía falta más.

Lloré por Lucas como por nadie en mi vida, pero ahora ya no recuerdo por qué lo hacían.

Era ella la que encontraba ese nombre escrito por todas partes (una vez, en el congelador, en un intento de llevar a cabo un hechizo que me lo acercara, o para olvidarlo definitivamente, no lo recuerdo bien). Ella fue quien, con una crueldad que espero haber heredado cuando me llegue el momento, intentó quitármelo de la cabeza, no tanto porque fuera un mal chico, como porque ni nuestro carácter, ni nuestros gustos, ni siquiera el futuro que ya entonces se podía intuir en nuestras páginas en blanco, estaban llamados a encontrarse y combinarse.

Lloré por Lucas como por nadie en mi vida, deseé cruzarme con él como luego no he deseado nada, preparé mis palabras con él como si de ello dependiera continuar viva. Ahora no recuerdo por qué lloraba, ni para qué pretendía cruzarme con él, ni mucho menos de qué hablamos, las pocas veces que lo hicimos. Pero sí esa emoción agotadora, extenuante, la felicidad pura rozada con los dedos. Lucas, o más bien, el fantasma de Lucas que yo adoraba, me preparó para amueblar mi corazón para otras pasiones y para otras decepciones, que ya nunca serían tan intensas, ni tan amargas. Día a día, cuando me giraba en la clase para mirarle de reojo, mientras fingía buscar algo en mi mochila, aprendía a tener paciencia, a contener mis latidos, a experimentar el goce del que hablaban los poetas, y los músicos, y las canciones.

Luego aquello se desvaneció, porque mi carácter no soporta no obtener lo que busca por demasiado tiempo. En eso mi hija se parece a mí, arde pero pronto se convierte en una ceniza más resignada y más sensata.

¿Por qué dejé de quererle? ¿Qué pasó para que llegara otro, y otro luego, y después mi marido, que nada tiene que ver con Lucas, y al que a veces amo con la sombra de aquella intensidad, y otras miro con absoluta indiferencia, como si fuera una parte de mi cuerpo que no acaba de complacerme?

Veo a la niña y creo que, sin contarle nada de esto, podría aún preparar un reencuentro con su complicidad. Ella no sabe, pero intuye algo, sueña todo, adivina lo venidero. Ella es mi cómplice, mi amiga, la carne que hemos modelado su padre y yo lo mejor que hemos sabido. Le emocionaría escogerme un vestido (ya se le ha pasado la pasión por el rosa, sería azul, o negro, acaba de descubrir el negro y ya ha comenzado a pintarse las uñas de muerto), y peinarme para probar cómo me queda un recogido, y acompañarme a que me pruebe zapatos, que le fascinan. Soy su muñeca, a veces, (todos lo somos, incluido su hermano, el pobre, al que tortura con el infinito esmero que solo despliegan las hermanas mayores con los cachorros que aman) y esta sería su obra maestra, como ella es la mía.

–Tienes, tienes, tienes. ¡Mamá! Tienes.

ahí está la fantasía, la posibilidad, vernos, verle, que me vean, gritar alto en qué me he convertido, disfrutar de sus éxitos (sé que lo haré, no soy una persona mezquina) y llorar a los que ya faltan, que en 20 años son muchos. Podría subirme el cabello sobre la nuca, y ponerme un vestido negro y unas sandalias brillantes, y bailar, y reír, y coquetear, y darle una oportunidad a ese encuentro, el verano, el pasado, el presente, lo que fuimos, lo que soñamos. Un paréntesis en una vida que ha sido siempre formal y sensata, una locura, una oportunidad...

Sí, puede que lo haga.

O puede, lo más probable, que no.

* Espido Freire es colaboradora de Mujerhoy y Premio Letras del Mediterráneo 2018. Su último libro es Llamadme Alejandra (Planeta, 2017), premio Azorín 2017

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